Estrellas en el cielo y vida en la Tierra
Manuel J. Andreu Guerrero
Tras un año de sorpresas marcianas, satélites prometedores
y robots exploradores de otros mundos, puede parecer excesivo hablar de
otros lugares del universo para justificar la vida también en la
Tierra. Es cierto que la Biología vive hoy un viaje hacia el detalle
minúsculo de las biomoléculas que nos descubren una complejidad
lo suficientemente desconcertante como para olvidar las conexiones de la
vida con cualquier otro aspecto del Universo. Pero también es cierto
que la Biología puede abordarse desde una perspectiva amplia que
busca respuestas no sólo en aquello que constituye la vida sino
también en aquello que la contiene. Desde este segundo punto de
vista, la vida tan sólo representa una peculiar manifestación
de la materia y la energía del Universo y por ello, la historia
del Universo y sus características están íntimamente
ligadas a la historia de la vida, es decir, a la evolución biológica.
Algunas de las relaciones entre el Cosmos y la vida nos resultan enormemente
familiares a todos aunque sólo sea de un modo superficial: la relación
de la cantidad de energía emitida por el Sol y la distancia orbital
de la Tierra con la temperatura de su superficie y la cantidad de energía
en forma de luz disponible para la fotosíntesis; la de la inclinación
del eje de rotación con los ciclos estacionales del clima terrestre;
la atracción gravitatoria de la Luna y el Sol sobre la Tierra como
agente causal de las mareas... En todos los casos anteriores se trata de
procesos cotidianos que influyen en los seres vivos y acontecen en una
escala de tiempo que nos afecta como individuos. Estos procesos nos hacen
ser conscientes de que la Tierra no es una cápsula aislada en la
que la vida se desarrolle de forma distraída y ajena a su entorno
cósmico. Pero existen otros cambios que son demasiado lentos o remotos
en el tiempo como para que puedan ser percibidos por cada individuo. Se
trata de cambios poco conocidos no sólo por este motivo sino también
porque solemos asumir un Universo revestido de matemática exactitud,
en el que cada cuerpo celeste se mantiene inalterable tanto en su propia
estructura como en sus movimientos. Un error sólo justificable por
una antigua herencia cultural, ya que en realidad tanto la estructura,
como los movimientos de los cuerpos celestes pueden experimentar modificaciones
y la vida en la Tierra es sensible a algunas de ellas.
En un artículo pasado, comentábamos que los cambios ambientales
de la Tierra jugaron un papel decisivo en la evolución biológica,
provocando constantes desadaptaciones que impulsaban y guiaban nuevos cambios
evolutivos. Pero las alteraciones ambientales no son sólo consecuencia
de la energía interna del planeta. La dinámica de nuestra
vecindad solar también determina modificaciones ambientales significativas
en la escala de tiempo en la que se manifiesta la evolución biológica,
de forma que nuestros vecinos planetarios han podido ejercer una importante
influencia sobre las modificaciones de la Biosfera.
Por ejemplo, el Sol no siempre mantiene la misma emisión de
energía. Hace años que se conoce que la aparición
y desaparición de manchas en la fotosfera solar se correlaciona
con aumentos y descensos respectivamente de actividad de la estrella. Estos
ciclos son de tan sólo unos 11 años, es decir, demasiado
rápidos como para tener especial influencia sobre el clima terrestre,
pero se tiene detallada constancia de al menos un periodo en el que el
número de manchas se mantuvo anormalmente reducido desde 1645 hasta
1715. Este fenómeno, que se conoce con el nombre de mínimo
de Maunder, coincidió con épocas inusualmente frías
al menos en Europa, lo que concuerda con el acusado descenso de producción
agrícola de aquellos años. A través del estudio de
anomalías en la acumulación de C14
en los troncos de árboles se ha concluido que el mínimo de
Maunder sólo habría sido el último de una larga serie
de periodos de baja actividad solar que habrían sido responsables
de cambios climáticos transitorios. En este caso, la baja intensidad
y corta duración de los cambios hace sugerir que su influencia se
habría manifestado en un nivel ecológico más que evolutivo.
Sin embargo, otras alteraciones astronómicas son mucho más
prolongadas.
La Tierra se desplaza alrededor del Sol en el seno de un campo gravitatorio
definido por la masa del resto de planetas que a su vez también
modifican su posición constantemente. Ello hace que el campo gravitatorio
que afecta a la Tierra varíe constantemente. Como consecuencia de
ello, tanto el eje de rotación de la Tierra, como la órbita
del planeta se modifican a lo largo del tiempo. El eje de rotación
de la Tierra sufre un movimiento de balanceo denominado nutación
que hace que la inclinación de la Tierra con respecto a su plano
orbital pueda variar entre 22,1 y 24,5 grados en ciclos de unos 40.000
años. Este ángulo de inclinación influye principalmente
sobre los rigores estacionales del clima. Cuanto mayor sea la inclinación
del eje, más calurosos serán los veranos y más fríos
los inviernos. El eje de la Tierra también va describiendo un lento
movimiento de giro con respecto a un punto externo de referencia y tarda
unos 26.000 años en completar una vuelta completa. Este es el movimiento
de precesión, que también puede causar variaciones en los
ciclos estacionales. Más aún, aunque la Tierra siempre traza
una órbita elíptica alrededor del Sol, la excentricidad de
esa órbita no se mantiene constante sino que experimenta cambios
cíclicos de unos 100.000 años que hacen que la distancia
media que nos separa de nuestra estrella a lo largo de un año aumente
progresivamente y luego disminuya.
El grado en que todos estos cambios astronómicos repercuten
en nuestro clima es difícil de evaluar con precisión ya que
a ellos hay que sumar la influencia de los factores de la propia dinámica
de la Tierra. No obstante, la combinación de los fenómenos
de nutación, precesión y variaciones de excentricidad de
la órbita da lugar a un ciclo de variaciones en la insolación
terrestre (especialmente en la insolación estival del hemisferio
Norte) cuyos mínimos coinciden con los periodos glaciales que han
podido identificase con exactitud. Esta alta correlación ha llevado
a la hipótesis, conocida generalmente como Teoría de Milankovitch,
de que dichos mínimos en la insolación estival causados por
las variaciones en los parámetros cinéticos de la Tierra
son el agente desencadenante de las glaciaciones. Los rigores de los periodos
glaciares y las regresiones y transgresiones marinas asociados a ellos
han siso considerados la causa de extinciones y/o procesos de diversificación
de formas de vida.
El origen de la vida en sí mismo también parece ligado
de una u otra forma a elementos externos: Ya sea a través de la
influencia de la radiación ultravioleta procedente del Sol en la
química prebiótica o al más discutible papel de los
cometas o meteoritos como vehículos transportadores de moléculas
orgánicas hacia la Tierra, el caso es que los primeros pasos de
la vida presentan también un vínculo con respecto a elementos
no terrestres.
Pero incluso en épocas prebióticas de la historia del
Universo podemos descubrir acontecimientos relacionados con la vida; procesos
que originaron los elementos básicos con los que miles de millones
de años más tarde cobraría forma aquella desconcertante
complejidad que son los seres vivos. En el nivel atómico, la materia
que hoy forma parte de los organismos vivos y de la propia Tierra surgió
en el corazón de la estrellas a través de los procesos de
fisión nuclear. Originalmente, la materia del Universo estuvo constituida
mayoritariamente por Hidrógeno molecular y algo de Helio. Los núcleos
de estos elementos se formaron en las primeros momentos de la expansión
del Universo durante una fase de nucleosíntesis primordial, y posteriormente
los electrones pudieron asociarse a ellos. De esta forma surgió
la estructura atómica de la materia que hoy conocemos. El acercamiento
y concentración de estos átomos en determinados puntos del
Universo dio lugar a las primeras estrellas, en cuyo interior se alcanzaron
condiciones de presión y temperatura suficientes como para iniciar
procesos de fusión nuclear. Los átomos de Carbono, Nitrógeno,
Oxígeno, Fósforo, Azufre y otros más que hoy forman
parte de nuestras biomoléculas «nacieron» hace miles
de millones de años en estrellas mucho más viejas y de mayor
tamaño que nuestro Sol. Estas estrellas acabaron su vida víctimas
de su propio tamaño, en forma de gigantescas explosiones, las supernovas,
que arrojaron al espacio gran parte de los átomos formados en su
interior y «sembraron» de esta forma con átomos más
pesados las nubes moleculares de H2 y He.
De una de estas nubes contaminadas quizá por varias supernovas surgió
el Sol, la Tierra y el resto de cuerpos celestes que componen el Sistema
Solar hace unos 5.000 millones de años. En cierto modo, podemos
decir que las primeras páginas de la evolución biológica
ya quedaron escritas durante la evolución del Universo incluso miles
de millones de años de que la vida apareciese por primera vez.
Manuel J. Andreu Guerrero es Profesor de Enseñanza Secundaria
en el I.E.S. José Cadalso de San Roque (Cádiz)