¿Hay un límite para el tamaño corporal en las aves voladoras?

 

Sergio F. Vizcaíno, Paul Palquist y Richard A. Fariña

Con una masa corporal y una envergadura alar estimadas en 80 kilogramos y 7 metros (Fig. 1), respectivamente, Argentavis magnificens debe haber sido la mayor ave voladora que haya surcado los cielos (Vizcaíno, S.F. & Fariña, R.A. 1999. Lethaia, 32:271). Conocida a partir de diversos vestigios fósiles recuperados en tres localidades del Mioceno superior de Argentina, con una antigüedad aproximada de seis millones de años, esta gran ave extinta estaba emparentada con los teratornítidos, grupo bien conocido por los esqueletos completos conservados en las trampas de asfalto de Rancho La Brea, en California. La anatomía de estas aves es muy similar a la del cóndor, por lo que cabe suponer que las plumas del ala tendrían un metro de longitud. Con tales magnitudes resulta ciertamente difícil concebir que pudiesen despegar simplemente por el hecho de batir las alas, ya que de entrada deberían alcanzar al menos los tres metros de altura, a fin de poder realizar una batida completa; además, sus miembros posteriores no parecen haber estado bien configurados para efectuar una carrera que les permitiese alcanzar la velocidad suficiente para el despegue. No obstante, las condiciones climáticas reinantes en la región pampeana por aquel entonces pudieron ser bastante propicias para subsanar este problema, ya que la cordillera no era tan alta como en la actualidad, por lo que no desviaría la trayectoria de los vientos provenientes del Pacífico; de esta manera, el ave quizás podría despegar gracias al mero despliegue de las alas, corriendo lentamente contra el viento o dejándose caer desde altos peñascos, como suelen hacerlo los cóndores.

La aplicación de algunos principios aerodinámicos básicos permite generar aún más información sobre la capacidad y estilo de vuelo de Argentavis. Así, dado que las aves son más pesadas que el aire en el que se mueven, debe existir una fuerza vertical de ascenso que se contraponga al peso del animal. En aerodinámica esta fuerza se conoce como empuje y depende de la superficie y de la velocidad de desplazamiento; expresado en otros términos, el ala del ave debe alcanzar una velocidad mínima que genere dicho empuje y le permita volar. La ecuación relevante es la siguiente:

Vmín = [(P/S)/constante]0,5,

donde P/S, el peso dividido por la superficie del ala, se conoce como carga alar; la constante depende de la forma del ala, en planta y en sección transversal, tomando un valor en torno a 0,9 kg/m3 en las alas bien diseñadas. La carga alar de Argentavis se ha estimado en 114 Pascales y, por lo tanto, la velocidad mínima de despegue sería de unos 11,2 m/s; en otras palabras, las alas debían alcanzar una velocidad de 40 km/h para que el vuelo fuese factible. Ahora bien, como la velocidad que cuenta es la relativa a la masa de aire en la que se desplaza el animal, esta velocidad mínima se podría conseguir más fácilmente corriendo contra el viento, como hacen muchas aves modernas.

Pese a que el despegue desde tierra fuese posible en condiciones ventosas, quedan aún otros problemas que solucionar para un ave de dimensiones tan notorias. Así, es bien sabido que el vuelo batido es sumamente costoso en términos energéticos para aquellas aves cuya masa corporal se sitúa por encima de los 12 kg, por lo que les resulta mucho más económico realizar vuelos de planeo aprovechando las corrientes de aire ascendente. Las aves continentales pueden ganar altura utilizando el viento que se desvía hacia arriba al chocar contra una pendiente abrupta o las columnas ascendentes de aire caliente; dado que durante el Mioceno no habría relieves orogénicos importantes en la región pampeana, hemos de asumir entonces que Argentavis ascendía aprovechando las corrientes térmicas. Con vientos fuertes soplando continuamente desde el oeste, conforme el ave ascendía se iría desplazando hacia el este, lo que plantea entonces el problema de qué ocurriría cuando debiese volar hacia el oeste. Planear contra el viento implica hacerlo más velozmente que el aire y con un ángulo de ataque pronunciado, lo que conlleva una pérdida rápida de altura. Las aves planeadoras marinas pueden volar así porque tienen una carga alar alta (es decir, tienen alas pequeñas para su tamaño); no es este el caso en las terrestres, como los cóndores, que presentan una carga alar relativamente reducida, lo que resulta importante en su estilo habitual de locomoción aérea: volar a baja velocidad en círculos relativamente pequeños para mantenerse dentro de las térmicas o maniobrar cerca de las montañas. Argentavis tenía una carga alar ligeramente mayor que la de un cóndor, lo que le permitiría volar algo mejor contra el viento, pero que resultaba muy baja en relación a su tamaño, por lo que no se encontraría bien capacitada para enfrentar vientos fuertes; empero, la situación mejoraría al comer en tierra, pues el ave aumentaría su carga alar en cierta medida, lo que le dificultaría el despegue, pero le facilitaría el avance contra el viento. Si se rehace el cálculo de la velocidad mínima, suponiendo que el ave ingiere un equivalente al 10% de su propia masa corporal (esto es, 8 kg), se aprecia entonces que la velocidad mínima de despegue se incrementa en apenas 2 km/h (es decir, tan sólo un 5%), lo que le reportaría más beneficios para avanzar contra el viento que perjuicios para despegar o volar en círculos.

El tamaño del territorio (T, en Km2) que defendería Argentavis se puede estimar utilizando datos procedentes de rapaces modernas, que permiten relacionar la superficie de terreno prospectada diariamente en busca de presas con el tamaño corporal del ave (M, en g) mediante una ecuación alométrica (T = 0,075M0,787), con la que se infieren unas dimensiones de 540 km2. Las grandes águilas planean a una altura característica de 60-120 m, manteniendo una velocidad de crucero en torno a los 30-50 km/h, lo que les permite cubrir una banda lateral de superficie prospectada a ambos lados de hasta 250 m; tal estimación implica que Argentavis debería efectuar cuatro pasadas para ìescanearî cada km2 de su territorio, lo que conllevaría la necesidad de recorrer diariamente una distancia lineal de aproximadamente 2.160 km. La velocidad de planeo se relaciona también con las dimensiones del ave, por lo que sería ciertamente mayor en Argentavis, llegando a alcanzar los 70 km/h. Ello implica que en 12 horas, período máximo de vuelo diario observado en rapaces, podría recorrer unos 840 km, y entonces necesitaría casi tres días para prospectar la totalidad de su territorio. Tales estimaciones permiten, pues, descartar que Argentavis fuese un ave de presa, cazadora activa como las águilas, sugiriendo entonces que se trataba de un gran buitre. Así, según lo observado en buitres modernos, estas aves recorren superficies que son entre dos y tres veces menores que las prospectadas por las águilas, pues la carroña es un recurso más abundante y, sobre todo, de más fácil acceso que las proteínas encerradas en el interior de las presas vivas; por otra parte, la altura de vuelo es mayor en los buitres, que planean normalmente a 100-200 m e incluso a más de un kilómetro en algunas especies. La razón estriba en que a la hora de localizar los cadáveres de los animales, los buitres se guían por el movimiento de otras aves menores, como los córvidos, lo que en definitiva redunda en que pueden prospectar una franja horizontal de terreno mucho mayor que las águilas. Por otra parte, las necesidades alimentarias de Argentavis serían sumamente elevadas. Así, a partir de diversos datos sobre la ingestión diaria de carne en rapaces mantenidas en cautividad, se ha comprobado que dichos requerimientos (R, en g) se relacionan con el tamaño de las aves según una ecuación también alométrica (R = 0,698M0,721), lo que permite estimar en casi dos quilos y medio el consumo de Argentavis; tal estimación se refiere al metabolismo basal que representa entre la mitad y la cuarta parte de las necesidades energéticas en condiciones de actividad. Por ello, los requerimientos de estas aves se incrementarían hasta un total de 5 a 10 kg diarios de carne y bastante más aún durante la estación reproductiva.
 

Figura 1: Según la leyenda, Dédalo y su hijo Icaro lograron escapar de su prisión en el laberinto del rey Minos de Creta, construido por el primero, pegando plumas a sus brazos con cera. Aparte de su indudable genio, no sabemos mucho más das características de Dédalo, pero aún a pesar del ayundo que pudo haber pasado en el laberinto, su masa debió superar holgadamenta a la de las aves voladoras modernas más grandes, como el cóndor, que no rebasa los 15 kg. En este dibujo se muestra una imagen a escala de Argentavis magnificens junto a este interesante personaje de la mitología helénica. Dibujo efectuado por Néstor Toledo.
Llegados a este punto, cabe preguntarse qué condiciones se daban en el Mioceno superior de Sudamérica que permitieron la evolución de un ave carroñera de tal porte. La principal diferencia con el marco ecológico actual es la presencia de un gran carnívoro terrestre con dientes en forma de sable, el marsupial Achlysictis (Borhyaenoidea, Thylacosmilidae), cuyo tamaño corporal sería similar al del puma. En función de su anatomía craneodental altamente especializada y de la extrema robustez de su esqueleto postcraneal, este depredador sería capaz de abatir ungulados de grandes dimensiones en relación a la suya propia, aprovechando tan sólo las vísceras y paquetes musculares más delicados, al igual que sucedía con los dientes de sable del Plio-Pleistoceno en Europa (Arribas, A. & Palmqvist, P. 1999. J. Archaeol. Sci., 26:571), con lo que dejaría entonces una gran cantidad de carroña en los cadáveres de sus presas, susceptible de ser aprovechada posteriormente por las especies necrófagas, entre las que Argentavis se encontraría situada claramente en la cima de la pirámide trófica (conviene recordar aquí que las hienas no habitaron nunca en Sudamérica). De hecho, no resulta descabellado pensar que esta ave pudiese valerse de sus grandes dimensiones para desempeñar un comportamiento cleptoparásito (Fig. 2), desalojando a los marsupiales con dientes de sable del cadáver de sus presas, de forma similar a como los leones intimidan a otros depredadores para expoliarles sus capturas.
 
Figura 2. Reconstrucción del ave gigante Argentavis magnificens, del Mioceno superior de Argentina, intimidando a dos marsupiales con dientes de sable para arrebatarles su presa. Dibujo realizado por Néstor Toledo.

Finalmente, la dinámica reproductiva inferida para Argentavis resulta también harto singular. Así, teniendo en cuenta la relación alométrica descrita por los principales parámetros del ciclo reproductivo y la masa corporal en rapaces modernas, el tamaño de puesta anual que corresponde a una pareja de estas grandes aves es de 0,78 huevos, lo que indica que criarían un pollo cada dos años; el huevo pesaría 1.052 gramos y sería incubado durante 64 días, permaneciendo el pollo en el nido durante 230 días y alrededor de 190 más en sus inmediaciones. Por otra parte, la mortalidad calculada para estas aves es muy baja, en torno a sólo un 1,9% anual. Tales estimaciones, unidas a las presentadas anteriormente en relación al tamaño del territorio y los requerimientos alimenticios, indican claramente que se trataría de una población con efectivos bastante reducidos, cuya tasa de renovación temporal sería sumamente lenta. Desde esta perspectiva, la evolución de un ave rapaz de tal porte habría sido un acontecimiento ciertamente único, posibilitado por las excepcionales condiciones ecológicas reinantes en la región pampeana a finales del Mioceno.

Sergio F. Vizcaíno es investigador del CONICET, Depto. Paleontología de Vertebrados, Museo de la Plata, Argentina.

Paul Palmquist es Profesor Titular de Paleontología en la Universidad de Málaga

Richar A. Fariña es Profesor Adjunto de Paleontología, Depto. Paleontología, Universidad de la República, Montevideo (Uruguay)