Circulación vertical y estructura de tamaños del fitoplancton: Implicaciones sobre el papel del océano en el control del cambio climático

Jaime Rodríguez y Joaquín Tintoré

Es absolutamente evidente hoy que el clima del planeta Tierra está cambiando en la dirección de un aumento de la temperatura media, debido a la acumulación en la atmósfera de gases que provocan un incremento del denominado "efecto invernadero" (Cuadro 1). Las medidas de la concentración de CO2 en la atmósfera, registradas desde los años cincuenta en el observatorio de Mauna Loa (Hawai) muestran un aumento fuerte y sostenido hasta valores significativamente superiores a los típicos de los últimos 150.000 años (estimados a partir de burbujas de aire atrapadas en los hielos de la Antártida). Este hecho sugiere que la actividad humana puede tener una gran responsabilidad como desencadenante del calentamiento global actual y de las catastróficas consecuencias que se predicen de no ser corregido este proceso acumulativo de gases.

La complejidad de las interacciones que controlan el clima de la Tierra es enorme y afecta a todos los niveles de organización y funcionamiento del medio físico y de los sistemas biológicos. La movilización de la comunidad científica para, en primer lugar, valorar la magnitud y explicar las causas del cambio observado y, en segundo lugar, tratar de entender los mecanismos que pueden contribuir a su aceleración o frenado, ha sido general y abarca prácticamente a todas las áreas del conocimiento, desde el estudio de las respuestas al nivel molecular y fisiológico de los organismos hasta la simulación en ordenador de complejos modelos matemáticos de ecosistemas completos. En este contexto, el estudio de la estructura y dinámica del ecosistema oceánico ha cobrado un protagonismo especial por razones que necesitan poca justificación: el océano ocupa el 70% de la superficie terrestre y su interacción con la atmósfera es clave en la evolución del clima y de las condiciones de vida en el planeta desde su formación.

Cuadro 1

La energía que, procedente del Sol, es finalmente absorbida por la Tierra es devuelta al espacio en forma de energía de carácter más calorífico (caracterizada por una mayor longitud de onda). Si no existiera la envoltura atmosférica que caracteriza al planeta Tierra, la temperatura media resultante del balance energético sería muy baja y éste sería un planeta helado. Los gases atmosféricos (fundamentalmente el vapor de agua y el dióxido de carbono, CO2) absorben eficientemente esa radiación calorífica emitida por la Tierra y actúan como una especie de "manta calefactora" que eleva la temperatura media del planeta hasta hacerla compatible con la vida tal como la conocemos actualmente. Éste es el denominado "efecto invernadero", cuyas consecuencias sólo pueden considerarse positivas para el conjunto de la biosfera terrestre. Otra cosa es el incremento del efecto invernadero achacable a las emisiones de gases que tienen la propiedad de absorber radiación calorífica. La emisión de CO2 resultante de la combustión de hidrocarburos en la industria y automóviles o de la destrucción de bosques, las emisiones de metano desde explotaciones ganaderas, la emisión de compuestos artificiales como los CFCs empleados en diversos artilugios humanos, etc, todo ello contribuye a aumentar la concentración de gases atmosféricos que absorben radiación calorífica y favorecen el incremento de la temperatura media del planeta, cuyas catastróficas consecuencias se predicen para un futuro no muy lejano si no se implantan medidas correctoras en el comportamiento socio-económico de la especie humana.

 

El papel asignado al océano como sistema que controla el cambio del clima se percibe más claramente cuando se conoce su capacidad para absorber, cada año, unas dos gigatoneladas de CO2 desde la atmósfera (una gigatonelada equivale a mil millones de toneladas). Esa enorme cantidad de carbono es retenida en las aguas profundas oceánicas durante centenares o millares de años, o es sepultada en los sedimentos durante millones de años. En cualquier caso, estamos hablando de escalas de tiempo que, a efectos de repercusiones sobre la actividad humana, implican que ese carbono puede considerarse eliminado de la atmósfera.

Este proceso de transporte de carbono desde la atmósfera hacia las aguas profundas y los sedimentos oceánicos suele identificarse como la "bomba biológica oceánica", y es que realmente se trata de un bombeo continuo mediado por la actividad de organismos que habitan las aguas superficiales del océano. Las algas microscópicas que constituyen el fitoplancton absorben el CO2 que se ha disuelto en el agua en contacto con la atmósfera para, como cualquier planta verde terrestre, sintetizar materia orgánica con la ayuda de la energía de la luz. Aunque la mayor parte del carbono incorporado en la materia orgánica de estas células es devuelto rápidamente (en unos pocos días o semanas) a la atmósfera a través del proceso de respiración, una pequeña -pero significativa- parte del carbono es "exportado" hacia el fondo simplemente por la tendencia de las células a sedimentar, tendencia que es más acusada cuanto mayor es su tamaño. Este proceso de sedimentación es la vía principal mediante la cual el carbono viaja desde la atmósfera hacia las aguas profundas una vez incorporado en el interior de las células del fitoplancton. El proceso puede resultar acelerado si las células son ingeridas por los herbívoros y "empaquetadas" en partículas fecales de mayor tamaño y velocidad de sedimentación. Este bombeo biológico de carbono desde la atmósfera hacia el interior del océano contribuye a la reducción de la velocidad a la que actualmente se acumula el CO2 en la atmósfera y justifica la relevancia asignada al ecosistema oceánico en el control del cambio climático.

Además de energía luminosa, la actividad biológica del fitoplancton requiere, como cualquier planta verde, el aporte de nutrientes inorgánicos, compuestos fertilizantes de nitrógeno, fósforo, etc, que son generados en las aguas profundas como resultado de la actividad de las bacterias que descomponen la materia orgánica sedimentada. La actividad de estas microalgas se encuentra así comprometida por una característica del ecosistema oceánico (y de otros muchos ecosistemas acuáticos): donde hay luz no hay nutrientes y donde hay nutrientes no hay luz. Se requiere, por tanto, algún mecanismo que permita eliminar esta separación física, mecanismo que en el océano toma principalmente la forma de movimientos ascendentes de agua que transportan los nutrientes desde las aguas profundas y oscuras hasta las aguas superficiales e iluminadas. Estos movimientos verticales tienen consecuencias especialmente notables en determinadas regiones del océano (las llamadas "zonas de afloramiento") donde el fuerte crecimiento vegetal, que se traduce en poblaciones más densas y abundancia de células de gran tamaño, sostiene una elevada biomasa de animales consumidores (herbívoros, carnívoros), lo que finalmente suele traducirse en la abundancia de recursos biológicos explotables por el hombre (ejemplos típicos son los enormes recursos pesqueros existentes en las regiones de afloramiento del Sahara, de Chile-Perú, etc). Es inmediato predecir que en estas regiones de movimientos verticales ascendentes y aporte de nutrientes se produce una mayor exportación de carbono en forma "particulada" hacia las aguas profundas (células grandes que sedimentan rápidamente, partículas fecales de animales, etc), flujo que, en definitiva, representa el bombeo biológico de carbono iniciado con la actividad primaria de la comunidad de fitoplancton.

El estudio de las relaciones entre los movimientos verticales de las masas de agua y la estructura de la comunidad de microalgas del fitoplancton ha sido el objeto de estudio de un grupo de científicos pertenecientes a las Universidades de Málaga y Cádiz, al IMEDEA (centro mixto del CSIC y la Universidad de las Islas Baleares) y al Southampton Oceanography Centre. El estudio, recientemente publicado en la prestigiosa revista Nature (vol. 410, 15 de marzo, p.360-363), se ha desarrollado en el contexto del proyecto europeo "Omega" (Observations and Modelling of Eddy Scale Geostrophic and Ageostrophic Circulation, MAS3-CT95-0001, coordinado desde el IMEDEA por el segundo firmante de este artículo, Dr. Joaquín Tintoré) y deriva de una campaña oceanográfica realizada a bordo del buque español de investigación oceanográfica "Hespérides" en la región nord-occidental del Mar de Alborán.

El Mar de Alborán reúne características que le confieren el valor de un océano en miniatura, ya que pueden encontrarse todos los fenómenos físicos oceánicos pero reducidos a una escala espacial que hace posible su estudio con un esfuerzo logístico y económico comparativamente muy favorable. Como resultado de la entrada de una corriente de agua superficial atlántica a través del Estrecho de Gibraltar, que se opone a las aguas mediterráneas profundas que buscan su salida hacia el Océano Atlántico a través del mismo umbral, se producen remolinos de diferente tamaño y "frentes" oceánicos (zonas de contacto entre diferentes masas de agua, similares a los frentes atmosféricos) con una gran energía y cuyo impacto sobre la estructura y dinámica de las comunidades biológicas estamos aún lejos de conocer con precisión. Es al nivel de estos frentes y remolinos del Mar de Alborán donde los investigadores hemos podido encontrar velocidades verticales del agua de varias decenas de metros por día (para valorar esta magnitud, téngase en cuenta que en los grandes afloramientos oceánicos la velocidad vertical es unas 100 veces menor), lo que representa una oportunidad única para alcanzar el objetivo propuesto. La región de estudio (con una extensión de unos 100 x 100 km) encierra un conjunto de remolinos que funcionan a modo de chimeneas de ascenso y descenso de agua, estrechamente ligadas a un frente muy nítido que define el contacto entre masas de agua de diferentes características físicas y biológicas, remolinos que pueden aparecer, moverse y desaparecer muy rápidamente. De hecho, cuando se quiere ilustrar el carácter de estos remolinos (técnicamente conocidos como "de mesoescala") se hace referencia a su equivalencia con la escala característica de las tormentas en la atmósfera: estructuras comparativamente pequeñas asociadas a frentes atmosféricos y que se desplazan y desaparecen con relativa rapidez.

Los resultados obtenidos muestran que conforme la velocidad ascendente del agua aumenta, mayor es la proporción de células grandes en la comunidad de fitoplancton. En definitiva, se produce un efecto de retención de las células grandes en las aguas superficiales debido a que su velocidad de sedimentación en la columna de agua es compensada por la propia velocidad de ascenso del agua. Esta observación no deja de ser una paradoja: los mismos movimientos verticales que aportan nutrientes al fitoplancton, y que permiten predecir una elevada exportación de carbono hacia las aguas profundas, representan un freno a la sedimentación de las células que transportan ese carbono. De hecho, estaríamos en presencia de un proceso que reduce el rendimiento de la "bomba biológica" de carbono y que abre importantes cuestiones en relación con el papel del océano en el control del clima. La cuestión no es tan inmediata, sin embargo, debido a la coexistencia en estrecha proximidad de núcleos de ascenso y núcleos de descenso de agua, descenso que tiene lugar a velocidades tan altas o mayores que las de ascenso y que puede arrastrar grandes cantidades de carbono de forma muy rápida hacia las aguas profundas. El problema, consecuentemente, debe ser planteado en términos de balance para una determinada región. Allá donde la dinámica de masas de agua favorezca la existencia de estructuras físicas como las estudiadas en el Mar de Alborán, es necesario analizar el balance entre los efectos de ascenso y hundimiento de aguas sobre las comunidades biológicas para poder cuantificar el efecto neto de los movimientos verticales de agua sobre el funcionamiento del ecosistema oceánico y, en particular, sobre la eficiencia de la "bomba biológica oceánica" como proceso regulador del clima.

Una implicación nada trivial de este estudio es la necesidad ineludible de la estrecha colaboración entre físicos y biólogos para atacar estos problemas con unas ciertas garantías, colaboración que debe ir más allá de la simple coincidencia en un buque oceanográfico y debe identificar el objetivo interdisciplinar como prioritario frente a los problemas que interesan a cada especialista. El proyecto Omega ha sido, desde este punto de vista, una rara oportunidad cuyos resultados científicos animan indudablemente a insistir en esta actitud o estilo investigador, sobre todo si de ello depende el progreso en el conocimiento de cuestiones ambientales tan relevantes como las que se relacionan con el cambio climático y el calentamiento global del planeta.

Jaime Rodríguez es Catedrático de Ecología de la Universidad de Málaga. Joaquín Tintoré es Profesor de Investigación del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados, CSIC-Universidad de las Islas Baleares