Evolución Histórica de la Biología (VI): los primeros pasos de la Biología Molecular (los años 40)

Manuel Gonzalo Claros

En 1938 sir William Thomas Astbury (1898-1961) y Florence Bell, de la Universidad de Leeds, proponen que el DNA debe de ser una de fibra periódica, al encontrar un espaciado regular de 0,33 nm a lo largo del DNA mediante estudios de difracción por rayos X. En aquel momento Astbury veía que las bases estaban apiladas a 0,33 nm unas de otras, y perpendiculares al eje de la molécula; de hecho, era la distancia que separaba los tetranucleótidos planos que había propuesto Levene (ver capítulo anterior: Encuentros en la Biología, 86). Astbury siguió trabajando desde el punto de vista estructural sobre proteínas fibrosas, como las queratinas, en la lana. Su preocupación por la estructura de las moléculas hizo que consiguiera en 1945 la primera cátedra de Estructura Biomolecular; además fue el primer científico en denominarse «biólogo molecular» aprovechando que el término biología molecular había sido acuñado en 1938 por Warren Weaver (1894-1978). Weaver era matemático y director del departamento de ciencias naturales de la Fundación Rockefeller, donde trabajaba sobre la «visión molecular de la vida». Estas coincidencias llevan a muchos autores a proponer que el nombramiento de Astbury marca el nacimiento de la biología molecular como área de conocimiento independiente, tal cual la conocemos hoy: «La biología molecular es el dominio de la biología que busca explicaciones a las células y organismos en términos de estructura y función de moléculas; las moléculas más frecuentemente analizadas son las macromoléculas del tipo proteínas, ácidos nucleicos y glúcidos, así como conjuntos moleculares del tipo membranas o virus» (H. Salter). Este concepto de biología molecular llevó a una tendencia reduccionista de los problemas biológicos, favoreciendo que lo que se desarrollase en primer lugar fuera su vertiente estructuralista, cuyo objetivo era el conocimiento de la estructura atómica de las macromoléculas antes mencionadas y que coincidía en buena parte con la bioquímica estructural. A continuación, sin embargo, veremos cómo nace la vertiente informacionista, cuyo objetivo era estudiar cómo la información se transfiere entre generaciones.

La vertiente informacionista estudia cómo la información biológica se traduce en moléculas específicas, por lo que se solapa con la genética en muchos aspectos. Entre los estudios de Astbury y el final de la Segunda Guerra Mundial comienza a gestarse en el California Institute of Technology (Caltech) el grupo del físico nuclear alemán, y discípulo de Niels Bohr, Max Ludwig Henning Delbrück (1906-1981), que luego sería conocido como el «grupo del bacteriófago». El grupo tomó forma durante los años que Delbrück pasó en la Vanderbilt University, al coincidir con Salvador Edward Luria (1912-1991) y Alfred Day Hershey (1908-1997). El interés de estos investigadores se centraba en entender de qué manera las moléculas transmiten información de una generación a la siguiente. Para ello utilizaron el modelo más simple que conocían, los bacteriófagos (o simplemente fagos), posiblemente guiados por los experimentos del franco-canadiense Félix d’Hérelle (1873-1949), que en 1917 demostró que los bacteriófagos infectaban, mataban y disolvían las células bacterianas en poco más de media hora, así como el hecho de que las bacterias eran capaces de desarrollar de forma natural una resistencia al fago. Fue d’Hérelle quien acuñó el término «bacteriófago» para referirse al microorganismo antagonista del bacilo que causaba la disentería. El grupo del bacteriófago se dedicó a estudiar las mutaciones genéticas, la estructura de los genes, y los ciclos vitales de los fagos. Aunque su labor fue muy importante, tuvieron que esperar hasta 1969 para que fuera reconocida con la concesión del Nobel a Delbrück, Luria y Hershey. De hecho, sus trabajos son el origen de la vertiente informacionista de la biología molecular.

En 1941, George Wells Beadle (1903-1989) y Edward Lawrie Tatum (1909-1975), en la Universidad de Stanford, encontraron en el hongo Neurospora crassa sólidas evidencias de una correlación entre los genes y las enzimas mediante el estudio de rutas metabólicas implicadas en la síntesis de aminoácidos. Postularon por primera vez dicha correlación como «un gen, una enzima». El médico italiano Salvador E. Luria (conocido por el medio de cultivo para E. coli, el LB, que significa Luria broth) y Max Delbrück demostraron en 1943 que las mutaciones en E. coli ocurren al azar, sin necesidad de exposición a agentes mutagénicos, y que estas mutaciones se transmiten siguiendo las leyes de la herencia. En 1928 el microbiólogo Fred Griffith (1881-1941) había descubierto cómo el Streptococcus pneumoniae avirulento puede transformarse en virulento al infectar un ratón sano con la cepa avirulenta viva y la virulenta muerta. Empleando esta capacidad del estreptococo, Oswald Theodore Avery (1877-1955), Colin MacLeod y Maclyn McCarty intentan desentrañar la naturaleza del material genético en el Instituto Rockefeller, durante 1944. Dominados por el modelo del tetranucleótido plano, y en contra de sus propias expectativas, demostraron que las cepas avirulentas de Griffith se transformaban en virulentas con la exposición al DNA, pero no a las proteínas. Los experimentos de Avery, MacLeod y McCarty fueron puestos en entredicho, porque asociadas al DNA podrían ir en cantidades ínfimas las proteínas portadoras de la información genética. Precisamente, uno de los más escépticos con estos resultados fue el propio Levene (el creador del modelo del tetranucleótido plano). Se necesitaron todavía unos años para que se demostrara claramente que el DNA era el único responsable del principio transformante. Siguiendo la línea de pensamiento abierto por Avery y sus colaboradores, en 1946 Joshua Lederberg (1925-*) y Edward Tatum demuestran en la Universidad de Yale que las bacterias también intercambian material genético en función de su sexo.

Estos experimentos han tenido una honda repercusión en la terminología biotecnológica actual. Así, al hecho de que la bacteria tome el DNA de una manera estable se lo denomina transformación —las bacterias avirulentas que no producían la neumonía se «transformaban» en virulentas al tomar el DNA de una virulenta—. En 1959, trabajando en el Caltech, el italiano Renato Dulbecco (1914-*) introdujo también el concepto de transformación para explicar que mezclando in vitro células sanas con virus productores de polioma y SV40 se pudieran obtener células de aspecto oncogénico; o sea, que las células sanas se habían «transformado» en células cancerosas en contacto con los virus. Por esta dualidad de significado del término «transformación», se impuso el término transfección para hacer referencia a la entrada de DNA en células eucariotas. Los trabajos de Dulbecco sobre células cancerosas le valieron el Nobel en 1975.

Debido a que la mayoría de los problemas biológicos eran prácticamente inaccesibles a la experimentación directa, muchos físicos, sobre todo físicos nucleares, se interesaron por ellos, y su incorporación fue determinante para el desarrollo de la biología molecular. Por ejemplo, Niels Bohr (1885-1962) escribió en 1933 un ensayo titulado «Light and Life» que influyó directamente en la forma de pensar de muchos físicos —sin ir más lejos, su ya mencionado discípulo Max Delbrück—, haciéndoles volverse hacia los problemas biológicos. Marie Curie, por su parte, empezó a probar sobre material biológico el efecto de las radiaciones. No olvidemos a los fundadores del grupo del bacteriófago: Delbrück era físico en Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial, y Salvador Luria se inició estudiando la estructura de los virus en el Instituto Pasteur, junto al físico Fernand Holweck.

El mismo año que Astbury fue nombrado profesor de Estructura Biomolecular (1945) el físico cuántico Erwin Schrödinger (1887-1961) publica el libro ¿Qué es la vida?, que para muchos autores es más importante para el desarrollo de la biología molecular que el nombramiento de Astbury. El libro de Schrödinger indica que las leyes de la física son inadecuadas para explicar las propiedades del material genético y, en particular, su estabilidad durante innumerables generaciones. La concepción vital expresada por el físico en su obra se basa en dos supuestos: en el primero se concibe al cromosoma como «un cristal aperiódico capaz de almacenar información y memoria ». En el segundo, se establece que «los organismos mantienen su orden minimizando su entropía, alimentándose de entropía negativa o del orden preexistente en el entorno».

Manuel Gonzalo Claros es Profesor Titular de Biología Molecular en la UMA