FORO PARA LA PAZ EN EL MEDITERRÁNEO

Intrigas palaciegas en Oriente Próximo

El País. 01.12.2017

Luchas palaciegas, intereses cruzados, alianzas inesperadas… Las divisiones internas de las seis monarquías del golfo Pérsico y sus estrategias en torno a Estados Unidos, Irán, Siria o Israel han puesto en vilo a la región. Este es un recorrido por las aristas de un conflicto latente de consecuencias imprevisibles.

ES UN CLUB muy restringido. Sus seis miembros visten capas de pelo de camello ribeteadas de oro sobre impolutas túnicas blancas cuyas hechuras, como sus tocados, resultan distintivas de su origen. Aunque en diferentes proporciones, rigen sobre un maná negro que garantiza su opulencia y les permite ser generosos con sus súbditos. Además, se coordinan para mantener el poder frente a adversarios internos y externos. Tras su último cónclave, sin embargo, la imagen de fraternidad que proyectaban Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Qatar, Kuwait y Omán ha saltado por los aires. La península arábiga no es la tierra imaginaria de Westeros, pero las diferencias entre las petromonarquías sobre cómo responder a los cambios sociales y políticos del siglo XXI han desatado un peligroso Juego de tronos. El último rifirrafe estalló el pasado junio cuando, tras un supuesto discurso del emir de Qatar, el jeque Tamim, unos ofendidos Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU) cortaron relaciones, secundados por sus acólitos Baréin y Egipto. De nada sirvieron las denuncias cataríes sobre la inexistencia de dicha alocución. El cuarteto, como se conoce la nueva alianza, acusa a Doha de alentar el terrorismo por su apoyo al islam político y de simpatizar con Irán.

Resulta inaudito que países vecinos que comparten lazos históricos y familiares hayan sido incapaces de solucionar sus desacuerdos. Más aún cuando hace pocos años fantaseaban con una eventual unión en el marco del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), el foro que agrupa a los seis reinos de la península arábiga. Sin embargo, todos los intentos de mediación han fracasado. Su próxima reunión está en el aire. Y la guerra de propaganda está en marcha.

La Casa Blanca ha atribuido el encono a “un asunto de familia”. Sin embargo, numerosos analistas aseguran que Donald Trump, el nuevo inquilino del trono del imperio, desencadenó el enfrentamiento cuando se reunió con los miembros del club el pasado mayo y les alentó a actuar de forma más asertiva con los enemigos.

Los gruesos muros de los palacios que acogen estas versiones árabes de los señores de Lannister o de Baratheon amortiguaban hasta ahora el ruido de sables. Ha sido la llegada del rey Salmán Bin Abdulaziz al Saud en 2015 la que ha sacudido Arabia Saudí y toda la región. La autoridad que el monarca ha conferido a su hijo favorito, el príncipe Mohamed Bin Salmán, ha convertido a este en heredero y en el verdadero poder detrás del trono. En menos de dos años ha logrado apartar de la línea de sucesión a su tío Muqrin y a su influyente primo Mohamed Bin Nayef. A principios de noviembre, el joven MBS, como se le conoce, se consolidaba con una purga que, bajo la forma de una campaña anticorrupción, le ha permitido quitarse de en medio a dos centenares de altos cargos y hombres de negocios, incluidos una docena de príncipes que podían cuestionar su proceder.

La entrada en escena de MBS ha supuesto algo más que un cambio de imagen en la gerontocracia saudí. A sus 32 años, la Mano del Rey ha comprendido que, en una época de bajos precios del petróleo, inestabilidad regional y comunicaciones instantáneas, necesita modernizar su país si quiere llegar a reinar. Su modelo está en los vecinos Emiratos Árabes, cuyas exitosas ciudades-Estado de Dubái y Abu Dabi son visitadas por millones de saudíes cada año, algunos incluso varias veces. (Dicen las malas lenguas que les atraen el alcohol y las prostitutas, pero también actividades tan inocuas como ir al cine o poder sentarse con sus familias en una terraza, algo hasta ahora proscrito en su país). El heredero saudí MBS cuenta con la complicidad del jeque Mohamed Bin Zayed al Nahyan, alias MBZ, príncipe heredero de Abu Dabi y hombre fuerte de Emiratos.

“Se ha convertido en su mentor y le ha ayudado a darse a conocer en Washington”, asegura un embajador europeo. Con él comparte la idea de que el liberalismo autoritario (apertura económica y social sin ceder el poder político) es la fórmula para conservar el trono cuando se termine el petróleo.

A la sintonía entre ambos herederos se atribuye la dimensión que ha alcanzado esta vez la disputa con Qatar. Porque las diferencias no son nuevas. Arabia Saudí, el primus inter pares, llevaba tiempo molesto con el desafío que el minúsculo emirato planteaba a su ultraconservadora visión del orden regional. Y en 2013, cuando el entonces emir catarí, el jeque Hamad Bin Khalifa al Thani, abdicó en su hijo Tamim, ya se rumoreó que lo hacía por presiones de sus socios, y no por motivos de salud.

Los Al Thani son, como los gobernantes saudíes, los Al Saud, originarios del Najd, el interior de la península arábiga donde surgió la austera versión del islam conocida como wahabismo. Sin embargo, los cataríes han promovido una variante más flexible de esa doctrina. A diferencia de Arabia Saudí, Qatar no tiene una policía religiosa que vigile la moral pública de sus habitantes o cierre los comercios a las horas de la plegaria; tampoco ha prohibido nunca que conduzcan las mujeres. Aun así, no se trata de un enfrentamiento entre autoritarismo y democracia, sino de dos enfoques distintos sobre cómo perpetuar el poder dinástico y de la elección de distintos aliados.

Desde que llegó al poder en un golpe palaciego contra su propio padre en 1995, Hamad había roto las reglas no escritas del cenáculo. Empeñado en poner a Qatar en el mapa, y gracias a disponer de las segundas reservas de gas del mundo, el jeque fundó la cadena de televisión Al Jazeera, inició una política exterior independiente y a menudo arriesgada, e incluso se pronunció en favor de la democracia, anatema en el círculo de monarquías absolutas al que pertenecía, aunque no se aplicó el cuento.

Con todo, los desacuerdos tienen que ver sobre todo con la supervivencia. Son fruto del colapso del orden árabe que, tras décadas de declive, cristalizó en las fallidas revueltas populares de 2011. El temor a un contagio de la primavera árabe llevó a las monarquías del Golfo no solo a cerrar filas en defensa de su estabilidad y prosperidad, sino a conjurarse para apoyar una contrarrevolución, en especial después de que en Baréin se reactivara el viejo litigio entre la familia real (suní) y la mayoría de la población (chií). Al mismo tiempo, se convirtieron en gestoras de los asuntos regionales, desde la respuesta árabe al acuerdo nuclear con Irán hasta los conflictos que se extendían desde Libia hasta Yemen, pasando por Siria.

Los petrodólares que aún fluían en abundancia se pusieron al servicio de dos reyes de fuera del Consejo de Cooperación del Golfo, los de Jordania y Marruecos, para prevenir el efecto dominó. En el caso de Egipto, hubo una apuesta clara por el golpe de Estado del general Abdelfatah al Sisi frente a Mohamed Morsi, a la sazón miembro de los Hermanos Musulmanes. Solo Qatar se opuso a ese cambio en el trono de los faraones y se alineó con el primer presidente elegido democráticamente. Los cataríes se desmarcaban así de la defensa del statu quo de saudíes y emiratíes.

“Desde la perspectiva de Riad y Abu Dabi, cualquier presencia de la Hermandad, o su respaldo en el Golfo, constituye un peligro, porque ese grupo ofrece un modelo alternativo de gobierno islámico a la monarquía hereditaria”, explica Christopher Davidson, profesor de la Universidad de Durham y autor de After the Sheikhs (Tras los jeques), un libro que repasa estas luchas de poder. Mientras Qatar ve en la alianza con los Hermanos Musulmanes una forma de frenar a Arabia Saudí, el Reino del Desierto y sus aliados los consideran una amenaza como la que en 1979 supuso la revolución iraní. Poco importa que las ideologías subyacentes pertenezcan a dos ramas enfrentadas del islam. Mientras Irán se ha erigido en faro del chiismo, una confesión que apenas profesa una décima parte de los musulmanes, el islamismo de los Hermanos Musulmanes surge de la variante suní (dominante), que también sigue la mayoría de los gobernantes árabes.

De ahí que Emiratos haya aparcado los recelos históricos con Arabia Saudí y haya apoyado la intervención militar que lanzó en Yemen en 2015. En la crisis con Qatar, algunos observadores añaden como causa de su alineación con Riad la creciente competencia que le planteaba Doha con su apuesta por convertirse en centro aéreo regional, sus museos o su empeño por el Mundial de Fútbol de 2022.

Ya no basta, sin embargo, con la diplomacia de la chequera con la que Arabia Saudí, la vigésima economía del mundo, manejaba las crisis regionales desde la barrera o bajo el paraguas del gran aliado americano. Ahora, los cambios en la política exterior de Washington y el declive de El Cairo y Damasco obligan a actuar. La debilidad árabe, sumada a las intervenciones militares estadounidenses en Afganistán e Irak, ha ofrecido una oportunidad de oro a su rival histórico, Irán.

Por primera vez desde principios del siglo XX, Irán está extendiendo su influencia política y militar a lo que siempre ha considerado su órbita natural, tal como ha señalado el analista egipcio Tarek Osman. Es decir, inmiscuyéndose, a través de fuerzas afines locales, en todos aquellos países en los que hay comunidades chiíes: desde el Levante mediterráneo hasta la península arábiga, pasando por Irak.

Para los saudíes y sus aliados, esa política intervencionista está desestabilizando Oriente Próximo. Que las grandes potencias, con EE UU a la cabeza, alcanzaran un entendimiento con Teherán respecto a su programa atómico fue la gota que colmó el vaso. La enorme desconfianza hacia la República Islámica quedó en evidencia con los WikiLeaks, la filtración de decenas de miles de cables diplomáticos estadounidenses en 2010. “Una guerra convencional ahora sería preferible a un Irán nuclear”, llega a decir MBZ, el heredero de Emiratos. Los monarcas árabes entienden que el relevo de presidente no es suficiente para cambiar el comportamiento iraní. Dada la primacía política del líder supremo, haría falta un cambio de régimen, algo fuera de su alcance salvo que lograran convencer a Washington.

Si entonces el país que presidía Barack Obama apostó por el diálogo con Teherán y rebajó la tensión, hoy le ha sucedido un hombre que reniega del acuerdo nuclear y desconfía de Irán tanto como los iraníes de EE UU. Los halcones árabes se han sentido reivindicados con la línea dura de Trump y no pierden ocasión de echar leña al fuego.

Una vez más, no todos están de acuerdo. En aquellos días de la tensión nuclear, Qatar se ofreció para mediar. Pero en Riad, Abu Dabi y El Cairo se daba por hecho que Doha era un flanco débil a la hora de hacer causa común frente a Irán. Aunque apoyó la intervención saudí para aplastar la revuelta en Baréin y más tarde participó simbólicamente en la guerra de Yemen, Qatar (y de forma más discreta Omán y Kuwait) siempre ha mantenido una actitud mucho menos militante hacia el vecino del otro lado del golfo Pérsico.

A falta de dragones que les ayuden a conquistar el Trono de Hierro, las rivalidades han desatado una carrera armamentística que proporciona jugosos beneficios a EE UU y Rusia. Los países del Consejo de Cooperación del Golfo, excepto Baréin, han aumentado significativamente sus compras de armas en los últimos años. En el quinquenio 2012-2016, Arabia Saudí y EAU se han convertido en el segundo y tercer importador del mundo en términos absolutos, según datos del Instituto Internacional de Investigación de la Paz de Estocolmo (SIPRI). Las compras iraníes de armamento han disminuido, en parte porque se encuentra sometido a un embargo parcial de la ONU, pero también porque intenta desarrollar una industria local; su programa de misiles despierta enormes suspicacias más allá de la región.

La vieja enemistad entre Riad y Teherán es heredera del enfrentamiento histórico entre árabes y persas, y se alimenta de las diferencias confesionales entre suníes y chiíes. Se trata sin embargo de meros envoltorios ideológicos para una lucha por el liderazgo geopolítico que se intensificó a partir de 2011, cuando la República Islámica intervino a favor del régimen de Damasco frente a la revuelta popular. Ese apoyo y la ayuda de Rusia han impedido que Bachar el Asad perdiera el trono republicano que heredó de su padre, tal como deseaban (y financiaban) los saudíes y sus aliados.
Cuando se ha tratado de frenar a Irán, Arabia Saudí no ha tenido empacho en aliarse con los islamistas, ya sea en Baréin, Yemen o, de forma más evidente, en Siria. Ha defendido el ­statu quo en Manama o en El Cairo (sin éxito), pero no en Trípoli o Damasco. Las diferencias étnicas y confesionales resultan insuficientes para explicar los enfrentamientos. Los intereses entrecruzados que subyacen a esa lucha de poder dan lugar a aliados inesperados.

En Irak, EE UU e Irán, sin relaciones diplomáticas desde hace cuatro décadas, han terminado siendo los principales pilares del sistema de gobierno puesto en pie tras el derrocamiento de Sadam Husein, mientras las monarquías del Golfo abandonaron el país siguiendo la estela saudí. (Riad, que estaba molesto porque Washington había entregado Bagdad a los iraníes, ­intenta ahora regresar). A pesar de que aliados locales de Teherán combatieron la ocupación estadounidense, una vez retirado el Ejército de las barras y estrellas, ambos han apoyado a los sucesivos Gobiernos iraquíes.

Pero ha sido sobre todo en Siria donde se han evidenciado las contradicciones regionales. Allí, Irán y EE UU estaban en trincheras opuestas. Qatar y Turquía, que en Egipto y Libia se alineaban frente a Arabia Saudí y Emiratos, compartían con estos el objetivo general de derribar al régimen de Damasco (aunque no siempre han respaldado a los mismos grupos) hasta el ascenso de los kurdos sirios, cuando Ankara empezó a temer un contagio dentro de sus fronteras, y Arabia Saudí alcanzó un entendimiento con Rusia.

“La exclusión [por parte de sus vecinos] ha llevado a Qatar a los brazos de los iraníes”, advierte Daud Abdullah, director del portal de noticias Middle East Monitor, cercano a los islamistas. En su opinión, “esa estrategia ha desembocado en una reordenación geopolítica en la región: de un lado, Irán, Turquía y Qatar; de otro, Egipto, Arabia Saudí y los países del Golfo”. Añade también a este campo a Israel, el enemigo de los árabes por antonomasia. “Aunque no se habla de ello, es el asunto clave”, asegura.

Solo frente a la amenaza del Estado Islámico todos los países de la zona concurrieron, de mejor o peor gana, al llamamiento de Washington. Ahora, ante la derrota militar de ese grupo (otra cosa es la pervivencia de su ideología), resurgen las rencillas aparcadas para combatirlo. Al mismo tiempo, con la caída de los precios del petróleo, las monarquías del Golfo están perdiendo su principal (y para algunos única) fuente de poder. El entorno no es prometedor. En los países que se han librado de la guerra predomina el autoritarismo. En los que han sufrido la destrucción material y moral de un conflicto armado perdura la cultura de venganza. Todos carecen de una sociedad civil fuerte.

Nadie tiene una bola mágica para ver el futuro, pero los observadores consultados coinciden en que, sin un arreglo entre Irán y Arabia Saudí, la paz y la estabilidad son muy difíciles. Entre tanto, un nuevo descenso de los precios del petróleo podría limitar los recursos que unos y otros pueden destinar a aventuras bélicas, pero también exacerbar su sentido de vulnerabilidad y ­lanzarlos al vacío.

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