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PERFIL DE: HANS -GEORG GADAMER (1900-2002)


La conciencia de un siglo: herencia y futuro[1]

 

Luis Enrique de Santiago Guervós
Universidad de Málaga




 

El día 13 de marzo de 2002, miércoles, moría en el hospital de Heidelberg a la sorprendente edad de 102 años uno de los filósofos y pensadores más importantes y significativos del siglo XX: el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer. Sólo hacía pocas semana que había publicado su último libro, Lección de un siglo, una conversación con el italiano Ricardo Dottori. Los que compartimos desde hace tiempo sus ideas, y celebramos con admiración su centenario, casi soñábamos con que Gadamer había alcanzado el olimpo de la inmortalidad, o que pertenecía ya al panteón de los Clásicos, y por eso, precisamente, su muerte nos despierta ahora de ese sueño y nos hunde en la tristeza de la realidad. Y es que Gadamer, en sus últimos años parecía ser, paradójicamente, heredero de una herencia de la que él mismo ya formaba parte.

No creo que ningún pensador haya gozado de la perspectiva de la que disfrutó Gadamer, es decir, de poder contemplar nuestra realidad histórica desde tan alto y durante tanto tiempo. Se le ha llegado a llamar “la conciencia del siglo”, y es que ciertamente marcó buena parte del pensamiento filosófico del siglo XX, aunque él mismo reconociese alguna vez que el haber sido testigo de un siglo era “una gran carga”. Ese privilegio de ser testigo de un siglo lo matizaba él mismo a sus ochenta y tres años cuando decía: “puedo ser considerado un testigo, pero no como uno con la pretensión de hablar como profesional de los sucesos políticos y sociales, sino uno que evoca todo lo sucedido con objeto de averiguar qué relación tiene la filosofía, o sea el campo sobre el que tengo algo que decir, con la situación de todos nosotros, con nuestros temores, nuestras esperanzas y nuestras expectativas”[1]. El presidente federal, Johannes Rau, con motivo de su muerte, elogió a Gadamer como “uno de los más grandes filósofos del siglo XX”, y señaló también que, “a pesar de que no hizo alarde de su propia persona, o quizás precisamente por eso, la influencia de su pensamiento fue enorme”. Nadie duda que se nos ha ido un filósofo que tuvo el privilegio único y raro de contemplar cómo un siglo verdaderamente difícil se deslizaba entre sus pensamientos. Nació el mismo año en que moría Nietzsche y murió pocos meses después de los acontecimientos del 11 de noviembre del 2001, que conmovieron al mundo entero. La agencia de noticias DPA, recogía una de sus últimas declaraciones poco antes de entrar en el hospital, en la que calificaba ese atentado como de “nihilismo filosófico”, y afirmaba, como si quisiera expresar su última voluntad, que “la única frase que quiero defender sin reservas es que los hombres no pueden vivir sin esperanza”. Ese fue su último mensaje, con la plena conciencia de que sus horas estaban contadas. Pero sin olvidar aquel otro legado que nos dejó, sin el cual es imposible la esperanza: hay que mirar también hacia atrás para poder mirar hacia delante, para preguntarnos cómo lo que ahora somos y lo que existe se ha convertido en lo que es.

H.-G. Gadadmer nació el 11 de febrero de 1900 en Marburgo, Alemania, en el seno de una familia universitaria. El padre era profesor de química farmacéutica, y llegó a ser rector de la Universidad de Marburgo. Estudió en Breslau, y posteriormente regresó a su ciudad natal. Participó de la confusión intelectual y existencial que generó la Primera Guerra Mundial y trató, ya desde joven, buscar una nueva orientación en un mundo en el que la conciencia cultural de la época se desvanecía. Ese mundo tan confuso, en el que se vio inmerso en sus años adolescentes, supuso un aliciente para introducirse en el arte del pensar. Su primer contacto con la filosofía fue de la mano de Richard Hönigswald, cuya filosofía trascendental le sirvió de preparación para su ingreso en la Universidad de Marburgo, en 1919. Allí pudo vivir sus primeras experiencias filosóficas: la fenomenología de Husserl, la crítica de la teología histórica, el relativismo histórico, la filosofía de la vida de Nietzsche, etc. También descubrió en el círculo del poeta Stefan George que la experiencia del arte era fundamental para comprender cómo la conciencia estética podía perfilar un talante existencial capaz de buscar la verdad no en enunciados teóricos sino en las propias vivencias. La respuesta a los problemas que le planteaba su propia época no los iba a encontrar Gadamer ni en Paul Natorp, ni en Nicolai Hartmann, ni en Edmund Husserl, sino que fue un joven profesor, Martin Heidegger, el que le abrió un horizonte intelectual novedoso, marcando profundamente su pensamiento. “Lo que me interesó de Heidegger -decía- era que podíamos ‘repetir’ la filosofía de los griegos, una vez que la historia de la filosofía escrita por ‘Hegel y reescrita por la ‘historia de los problemas’ del neokantismo había perdido su fundamento inconcuso: la autoconciencia”[2].

Desde la década de los veinte se interesó por la obra de Heidegger, convirtiéndose en su discípulo. Lo que más le llamó la atención de él fue “la radical destrucción del conceptualismo tradicional greco-latino que exponía con impetuosidad”, algo que encontró en él “una resonancia bien dispuesta, que se fortaleció considerablemente bajo la poderosa influencia de Wilhelm Dilthey. A través de él me llegó la herencia de las ciencias filosóficas románticas”[3]. También descubrió en él el arte de hacer revivir la filosofía griega de un modo más dramático que lo hacían filólogos y filósofos. Le atraía su lenguaje profético, su tendencia a introducir categorías fuertes de la filosofía medieval en los armónicos conceptos de la filosofía académica. Hace unos años comentaba a J. Grondin que “de Heidegger no se puede prescindir para explicar cuál fue mi formación”[4], y decía, que lo que le debía sobre todo a él era el que le hubiese obligado a estudiar filología clásica como el mejor medio para acceder a la filosofía, pues con ello aprendió a seguir de una manera algo más disciplinada “cómo mostrar desde el lenguaje cuál es el origen de los conceptos”. A Gadamer le fascinó el arte de los diálogos platónico-socráticos, no sólo por su estructura, sino como un medio necesario para avanzar en el conocimiento. Aprendió, y nos enseñó después, cómo nuestra herencia griega tiene que contar siempre a la hora de definir también nuestro propio presente. Otra de las cosas que le fascinaba de Heidegger era ver lo mucho que se acercaba a las cosas, de manera que uno casi podía palparlas. Aunque posteriormente se distanciaran, y el propio Heidegger considerase la filosofía hermenéutica como “cosa de Gadamer”[5], a éste le toca el mérito de haber sido capaz de “urbanizar la provincia de Heidegger” -según palabras de Habermas-, permitiendo que el pensamiento de aquél encontrase una mejor comprensión entre los filósofos actuales. El centro de sus estudios en sus primeros años fue Platón, aunque fue la ética de Aristóteles lo que le hizo ver un género de conocimiento diferente. Su primer libro lleva por título La ética dialéctica de Platón, donde aclara la función de la dialéctica platónica desde la fenomenología del diálogo. El arte de la descripción fenomenológica que había aprendido de Husserl y Heidegger parecía un instrumento adecuado para una interpretación de los textos antiguos. Pero en esta época también le marcó considerablemente la voz de la poesía: Jean Paul, Hölderlin, Stefan George, Reiner María Rilke[6].

Su carrera académica comenzó en 1929 en la Universidad de Marburgo. Desde 1933 fue profesor de ética y estética, hasta que en 1939 fue elevado a la categoría de catedrático en la Universidad de Leipzig. Fue ésta una época dura para Gadamer, pues coincidió con la implantación del tercer Reich. Su actitud de silencio y de controlada rebeldía contrasta con la posición que asume Heidegger con el nacionalsocialismo. Durante ese tiempo se dedicó simplemente a sus tareas de investigación y mantuvo una conducta intachable. Allí expuso tras la jubilación de T. Litt, además de a los griegos a la tradición clásica, desde Agustín hasta Nietzsche, sin olvidarse de los textos poéticos de Hölderlin y de Rilke, que en aquellos momentos se había convertido en el poeta de la resistencia universitaria. En esa misma época fue durante dos años rector de la Universidad de Lepizig, años en los que dedicó materialmente su tiempo a labores burocráticas y en los que tuvo que enfrentarse más de una vez a las autoridades civiles, que trataron de hacer desaparecer, por ejemplo, el nombre de Nietzsche de la lista de personajes ilustres de la Universidad. Después de la Segunda Guerra Mundial, y a causa de la presión de las tropas soviéticas de ocupación, acepta una invitación de la Universidad de Francfort del Meno, hasta que en 1949 sucederá a Karl Jaspers en la Universidad de Heidelberg, donde desarrollará su actividad académica hasta su jubilación en 1968, y posteriormente hasta su reciente muerte.

Heidegger había dicho que todo pensador persigue durante toda su vida una sola idea, se dirige hacia una estrella. De Gadamer se puede decir también que pasará a la historia como el hombre de un solo libro, ya que durante su larga vida pensó y repensó siempre de mil maneras y en variaciones distintas el problema de la comprensión, o la manera de poder llevar a cabo el diálogo hermenéutico. El resultado de sus investigaciones habría de desembocar en una obra ya tardía, en 1960, que escribió a instancias de su discípulos, que querían tener a mano los principios fundamentales de la teoría hermenéutica de su maestro. Después de diez años de intenso trabajo, surgió la publicación de su ya clásica gran obra sobre la hermenéutica filosófica: Verdad y método[7], calificada por muchos como la obra más importante en el marco de la filosofía continental después de Ser y tiempo (1927) de Heidegger. Mientras éste seguía preguntándose por el Ser, problematizando el destino de Occidente atenazado por las consecuencias de la era tecnológica, Gadamer presentaba una visión más optimista de la realidad, que servía al mismo tiempo de despedida y emancipación definitiva de la sombra de Heidegger. Su publicación marcó un punto de inflexión en el debate filosófico contemporáneo.

El hecho de que una obra de filosofía de estas características recondujese el debate filosófico más allá de la fenomenología, de la obra de Heidegger, o del neokantismo, era una prueba del impacto que había causado en los círculos filosóficos. Esta era la impresión de Gadamer: “Cuando apareció el libro -con el título que sólo decidí durante la impresión-, no estaba muy seguro de no haber llegado demasiado tarde y de no haber escrito una superficialidad. Porque era de prever el protagonismo de una nueva generación dominada en parte por las expectativas tecnológicas y en parte por el talante de crítica de la ideología”[8]. Pero aquella obra que habla del arte de comprender y de hacer compresible algo, comenzó a calar poco a poco, entre otras razones, porque trataba de establecer puntos de unión entre la fenomenología “continental” y la filosofía analítica anglosajona. El debate que surgió entonces ha estado acaparando la atención de los filósofos hasta nuestros días, hasta el punto de que algunos filósofos como Richard Rorty se atrevieron incluso a hablar de que un nuevo “paradigma hermenéutico” había desplazado el modelo tradicional de la teoría del conocimiento por un modelo dialógico y de integración. Gianni Vattimo creyó que con la hermenéutica estábamos ante un nuevo lenguaje de la filosofía y una “nueva koiné de la cultura”, es decir, ante una nueva forma de pensar. Al margen de cualquier calificativo, es indudable que Gadamer ha sido una encrucijada fundamental en la filosofía del siglo XX, no sólo porque en su pensamiento confluyen un sin número de tradiciones, sino porque siempre trató de tender puentes, con esa incansable afabilidad que le caracterizaba. Emilio Lledó, uno de los discípulos que más cerca estuvo de él, decía a propósito de la obra de Gadamer, que “la calidad de una obra se suele medir por la capacidad que tiene -en una época de lenguaje planchado y sin relieve- de llevarnos a aquellas cuestiones que interesan al saber y, sobre todo, a la vida de los hombres de los que ese saber brota”[9]

La hermenéutica filosófica de Gadamer representa, por eso mismo, el legado de toda una tradición o, en otros términos, una nueva reinterpretación de toda la historia de la filosofía. Partiendo de Platón, Aristóteles y Hegel, Gadamer continúa los planteamientos de una hermenéutica desarrollada por Schleirmacher y Dilthey, pero asumiendo e interpretando la radicalidad ontológica heideggeriana. De este modo, consiguió que la filosofía dialogara desde el presente con las tradiciones del pasado y que, a partir de su legado, se abriera hacia el futuro. Por ello, planteó el problema de la comprensión y sus implicaciones de un modo hasta entonces inédito, al definir la hermenéutica con los calificativos de filosófica y universal. De tal manera que la pregunta filosófica que concierne a la posibilidad de la comprensión se resuelve, en última instancia, en una pregunta que hace referencia a lo que acontece en la praxis de la comprensión. Por eso, su hermenéutica no se centra en una teoría del arte de comprender o en una teoría del método de la comprensión, sino más bien en una teoría de la experiencia humana, que precede a todo comportamiento comprensivo de la subjetividad y a cualquier modo de proceder metódico. “Comprender e interpretar textos -decía- no es solamente una instancia científica, sino que pertenece con toda evidencia a la experiencia humana del mundo.[…] Cuando se comprende la tradición, no sólo se comprenden textos, sino que se adquieren perspectivas y se conocen verdades”[10]. La hermenéutica gadameriana hay que entenderla, por tanto, en términos de experiencia, como un camino que nunca se agota, que está siempre abierto hacia un nuevo acontecer que conduce a un saberse. “El hombre experimentado -solía decir- es siempre el más radicalmente no dogmático, que precisamente porque ha hecho tantas experiencias y ha aprendido de tanta experiencia está particularmente capacitado para volver a hacer experiencias y aprender de ellas. La dialéctica de la experiencia tiene su propia consumación no en un saber concluyente, sino en esa apertura a la experiencia que es puesta en funcionamiento por la experiencia misma”[11]. Tal vez por eso, no pocas veces se ha interpretado la hermenéutica gadameriana como una hermenéutica existencial, en la medida en que la conciencia que podemos tener de nuestra propia determinación histórica implica, al mismo tiempo, la conciencia de una razón limitada y finita. Siempre cabe la posibilidad de comprender más y mejor, puesto que la apertura y la historicidad propias de la experiencia hermenéutica determina ese grado de disposición a dejarse decir lo que se trasmite desde una tradición que continuamente nos habla.

Pero dentro de las formas de experiencia a Gadamer le fascinaba esa relación tan peculiar que se da entre el hombre y el arte. Si había algún modelo paradigmático para poder comprender el sentido de la experiencia hermenéutica, ese era el arte. “El estudio de la filosofía debía ser más que una reflexión sobre las ciencias. Tenía que ser también la experiencia del arte y el deseo de poner al descubierto su cercanía con respecto a los problemas filosóficos. Esta siguió siendo en el fondo mi tarea, aunque -claro está - a través de largos rodeos”[12]. Por eso, la hermenéutica para él no se reducía simplemente a una teoría de la ciencia o a una teoría de las ciencias del espíritu, sino que lo que pretendía realmente era “mostrar que en las ciencias del espíritu no sólo desempeñan un papel la ciencia y el método, sino también y principalmente la presencia misteriosa que una obra de arte posee y que poseen también las cuestiones (que se renuevan sin cesar) de la metafísica y la religión”[13]. Y este ha sido probablemente uno de los desafíos más atrayentes de su obra, reivindicar otros modos de verdad y de certeza distintos de aquellos impuestos por la ciencia. De una manera concisa definía así este objetivo: “La hermenéutica consiste en saber cuánto es lo que se queda sin decir, cuánto es lo que, por el concepto moderno de la ciencia, se escapa casi por completo a nuestra atención. Por eso, yo designé precisamente como la esencia de la conducta hermenéutica el que nunca debe uno reservarse la última palabra”[14].

Todo esto puede explicar que uno de los centros nodales que articula teóricamente la filosofía de Gadamer sea el problema de la lingüisticidad de la comprensión, y su carácter dialógico. Lo mismo que Heidegger, o Wittgenstein, o el propio Nietzsche, que vieron cómo la suerte de la filosofía era una cuestión de lenguaje, Gadamer recondujo de nuevo el pensamiento por las sendas del lenguaje, no en cuanto instrumento de nuestros pensamiento, sino como el medio en que se desarrolla la vida, la cultura, nuestras ideas, un ámbito que todo lo envuelve hasta lo más recóndito de nuestro ser. Pero es indudable que el centro de la hermenéutica de Gadamer hay que buscarlo en el diálogo, en la capacidad de escucharse unos a otros, en el dejar hablar a la tradición que nos determina continuamente. Desde el principio estuvo siempre convencido de que la comprensión entre el yo y el tu, entre el yo y los otros, solo es posible si uno está dispuesto a considerar las propias perspectivas en función de las de los otros. Con ello la hermenéutica se sitúa en términos prácticos, cuando una persona es capaz de situarse en el punto de vista de su interlocutor y comprender sus posiciones. Una vez definió la hermenéutica de una manera sencilla: “El saber que el otro puede tener razón”. Por eso, si quisiéramos reducir todos los postulados hermenéuticos a uno solo, tal vez tendríamos que afirmar que es el otro el que pudiera tener razón, y como consecuencia deducir, al mismo tiempo, el pensar en la posibilidad de no tener razón, algo que Gadamer considera verdaderamente un arte. Ese fue su objetivo tanto teórico como práctico, el arte del diálogo, el saber escuchar, el reconocimiento de la alteridad. Y esa fue también su propia praxis. Él mismo aprendió de todos, porque supo escuchar a todos. La hermenéutica no debía proclamar reglas, sino enseñar a escuchar. Pero el diálogo se tiene que construir continuamente, no es un a priori como los kantianos, que determinan a los que buscan un lugar común o encuentro. Es una “tarea gigantesca” la que debe desempeñar cada ser humano en cada momento. “No es fácil comprender que se puede dar la razón al Otro, que uno mismo y los propios intereses pueden no tener razón”[15]. Este debería ser nuestro consuelo, porque es en realidad un “hecho fundamental” que conforma toda nuestra experiencia humana. Y Gadamer insistía una y otra vez que tenemos que aprender a respetar al otro y a lo otro, tenemos que aprender a perder en el juego, “tenemos que aprender a no tener razón”[16]. Y lo explicaba de una manera sencilla para que lo comprendiese todo el mundo: hay que aprender a vivir uno con otro, aprender a comunicarse, los unos con los otros, los pueblos con otros pueblos, las naciones con otras naciones. La diferencia debe invitar al encuentro con uno mismo, porque, afirmaba en un tono casi místico, “todos somos nosotros mismos”.

Tal vez esto pueda explicar que un autor tan longevo sea, como decíamos, autor de un solo libro, y que la mayoría de su actividad filosófica la haya ejercido dialogando a través de conferencias, entrevistas, charlas radiofónicas etc. Siempre mantuvo un diálogo vivo con los clásicos del pensamiento filosófico, sin olvidar el contexto filosófico actual, pues Gadamer ha tratado siempre de comprender de manera responsable su tiempo y sus desafíos. Por eso, también en los últimos años de su vida seguía pensando que la tarea de la filosofía hoy debía seguir siendo la de preparar un dialogo entre los mundo enfrentados, pero sobre todo entre las religiones mundiales, afirma en el último libro publicado “La lección del siglo”, sin olvidar que frente a la globalización solo cabe una mayor solidaridad. El reencuentro con el otro en la lengua, el arte, la religión, el derecho y la historia es lo que nos puede permitir formar una verdadera comunidad y comunicación. Y el pronóstico seguía siendo el mismo: “Quizá no sea, pues, demasiado atrevido decir […] que tal vez sobrevivamos como humanidad si conseguimos aprender que no solo debemos aprovechar nuestros recursos y posibilidades de acción, sino aprender a detenernos ante el Otro y su diferencia, así como ante la naturaleza y las culturas orgánicas de pueblos y estados, y a conocer a lo Otro y los Otros como a los Otros de Nosotros mismos, a fin de lograr una participación recíproca”[17]. La búsqueda del auténtico entendimiento, la tarea vital de Gadamer, nos queda como deber.

Este es el gran legado que nos ha dejado Gadamer, uno de los filósofos que ha tenido la suerte de presentar la edición definitiva de sus Obras Completas en diez volúmenes[18], el último publicado en 1995, aunque no comprende la totalidad de sus publicaciones. Gadamer no quería que hicieran de él un clásico, del que se recopila todo lo que ha dicho o escrito alguna vez. Son obras que han sido escogidas por él mismo y por su editor, como lo más representativo de su pensamiento. Es posible que pasen todavía generaciones para que pueda ser comprendido en toda su extensión el alcance de su mensaje. Principios teóricos como: “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”, “la historia no nos pertenece, sino que pertenecemos nosotros a ellas”, “nuestros prejuicios, mucho más que nuestros juicios, son la realidad histórica de nuestro ser”, marcarán posiblemente un camino que abrirá las puertas a otro modo de pensar la filosofía, porque su legado traspasa las fronteras de la propia filosofía. Así lo entendieron muchos de sus discípulos que fueron cotejando su doctrina con los más diversos ámbitos del saber actual: filosofía, jurisprudencia, literatura, lingüística, arte, ciencia, filología, historia, etc. Habermas, Apel, Vattimo, Ricoeur, y Emilio Lledó, entre nosotros, son algunos nombres que recogieron en su momento aquellas extrañas enseñanzas sobre la hermenéutica, la interpretación, el diálogo, la comprensión, el lenguaje, y las dieron también a conocer de maneras diferentes. Así recuerda Emilio Lledó, la personalidad sorprendente de aquel profesor que en los años sesenta presentaba las interpretaciones de Heráclito, Platón, Aristóteles, Kant o Hegel, sobre un nuevo suelo teórico: “Una mezcla asombrosa de rigor y creatividad, su cálida y cordial humanidad, la libertad con la que estimulaba nuestro propio pensamiento por encima de cualquier lamentable caciquismo escolástico, fueron, entre otras muchas enseñanzas, algo característico de su especial magisterio”. Lo cierto es que sus teorías hermenéuticas se han ido introduciendo poco a poco en nuestro panorama intelectual.

Después de Gadamer, creo que muchas cosas han quedado claras: que la historia no nos pertenece, sino más bien nosotros a ella; que la razón occidental, por mucho que lo intente, no puede prescindir de un pasado que la determina; que es posible una nueva racionalidad sin dogmatismos ni relativismos, fuera de todos los excesos. Es un legado que nos brinda a nosotros y a las generaciones venideras, que podrán comprender mejor en su conjunto la potencia teórica de una obra que sin duda tiene mucho que enseñarnos. Estamos ante un legado y una herencia optimista, frente a los nubarrones que en su momento cruzaban Europa, porque nunca dejó de creer en que la hermenéutica que él desarrollaba abría posibilidades de comunicación entre quienes no hablan el mismo lenguaje, y en que no se puede negar la posibilidad de entendimiento entre seres racionales. Tal vez en un mundo cada vez más sordo al “diálogo”, el testimonio de la obra de Gadamer puede convertirse en un verdadero ejemplo de lo que es la comprensión y el entendimiento mutuo. La comprensión entre el yo y el otro sólo es posible cuando uno está dispuesto a cuestionar los propio puntos de vista en función de los del otro, o cuando uno está convencido de que puede no tener razón. Son las premisas del diálogo, de la comprensión de textos, de la convivencia, del estar en la historia, de la dialéctica de preguntas y respuestas. Y todo ello se puede resumir en una palabra que marcó su vida y su pensamiento: apertura, es decir, “estar abiertos” a lo que dicen los otros, a lo que mientan las palabras, a las voces de la tradición y de la historia. Nada es inconcluso, la comprensión es infinita, todo es abierto, nada es cerrado, siempre cabe la posibilidad de algo nuevo: “ escuchar lo que nos dice algo, y en dejar que se nos diga, reside la exigencia más elevada que se propone al ser humano. Recordarlo para uno mismo es la cuestión más íntima de cada uno. Hacerlo para todos, y de manera convincente, es la misión de la filosofía”[19]






[1] Este trabajo se publicó en la revista Contrastes (Málaga), 7 (2002), pp. 7-14 como homenaje a la figura de Gadamer con motivo de su muerte: 13-3-2002.


[1] “La diversidad de Europa. Herencia y futuro”, en La herencia de Europa, tr. de Pilar Giralt, Península, Barcelona, 1990, p. 19.
[2] “Autopresentación de H.-G.Gadamer (1977)”, en Verdad y método II, tr. de Manuel Olasagasti. Sígame, Salamanca, 1992, p. 379.
[3] “La misión de la filosofía (1983)”, en La Herencia de Europa, op. cit., p., 154.
[4] “Hans-Georg Gadadmer en diálogo”, en Antología, ed. de Jean Grondin, tr. de M. Olasagasti, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 380.
[5] Cf carta del 5-1-1973 de Heidegger a O. Pöggeler, en O. Pöggeler, Heidegger un die hermeneutische Philosophie. Friburgo, 1983, p. 395.
[6] Cf Luis Enrique de Santiago Guervós, Gadamer, Ediciones del Orto, Madrid, 1997, p. 16 ss. Ver también del mismo, Tradición, lenguaje y praxis en la hermenéutica de H.- G. Gadamer, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, 1987.
[7] Verdad y método, tr. esp. de Ana Agud y Rafael Agapito. Sígueme, Salamanca, 1977.
[8] Verdad y método II, p. 388.
[9] Emilio LLedó, “Testigo del siglo”, introducción a La herencia de Europa, op. cit., p. 9., intr.. a la Herencia de Europa.
[10] Verdad y Método, op. cit., p. 23.
[11] Ibid., p. . 432.
[12] Antología, op. cit., p. 364.
[13] Ibid., p. 365.
[14] Ibid., p. 371.
[15] “La diversidad de Europa”, en La herencia de Europa, op. cit., p. 37.
[16] Ibid.
[17] Ibid., p. 40.
[18] Ver mi Informe Bibliográfico: “La obra de H.-G. Gadamer”, en Contrastes, 2 (1997), pp. 383-424.
[19] “La misión de la filosofía”, en La herencia de Europa,op. cit., p. 156,