Historia de la Biologìa (V): La naturaleza química del DNA (hasta el primer tercio del siglo XX)

Manuel Gonzalo Claros

Desde el nacimiento de las ciencias hasta el establecimiento de distintas disciplinas a finales del siglo XIX la vida se concibe desde un punto de vista totalmente mecanicista, reduciendo la célula a sus partes constitutivas. Gracias a este planteamiento se esclarecieron muchos procesos elementales de la fisiología celular (enzimas, rutas metabólicas, localización intracelular de proteínas y orgánulos, etc). Sin embargo, se trata de una imagen puramente in vitro de un organismo viviente. Esta visión se ve favorecida por los estudios de la herencia y la bioquímica de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Aunque ya Aristóteles había propuesto que «la herencia biológica implicaba alguna forma de transmisión de padres a hijos», hubo que esperar varios siglos hasta que los sencillos trabajos en Brno (antigua Checoslovaquia) de Johann Gregor Mendel (1822-1884) aparecidos en 1865 lo llevaran a postular la existencia de entes de naturaleza desconocida e inmutable (los genes) responsables de la transmisión de los caracteres hereditarios. Tal y como ocurre frecuentemente con los descubrimientos científicos, la importancia de esta aportación –irreconciliable en su enunciado inicial con la teorías de Darwin– no fue debidamente apreciada en el momento preciso, sobre todo debido a que fue publicado en una revista de muy escasa difusión (Journal of Brno Society of Natural Science). Cuando Mendel muere en 1884, se estaban descubriendo los cromosomas y el núcleo mediante microscopía. Dos años después, 1886, August Weismann (1834-1914) publica su libro «El plasma germinal: una teoría de la herencia» en el que idea un modelo donde se mete en el mismo saco la herencia y el desarrollo. Es curioso cómo los análisis de los biólogos celulares posteriores como Edmund Beecher Wilson (1856-1939), Nettie Maria Stevens (1861-1912) —descubridores de forma independiente de los cromosomas sexuales en 1905— y los que analizaban la mitosis vieran que había una segregación de los cromosomas igual a la propuesta por Mendel. Pero no se asociarán ambas cosas hasta principios del siglo XX con los trabajos del holandés Hugo de Vries (1848-1935), del alemán Karl Correns (1894-1933) y del austríaco Erich von Tschermak-Seysenegg (1871-1962). Los grupos de investigación de estos tres científicos redescubren independientemente las leyes de Mendel y asociaron los factores genéticos a los cromosomas. Fue un gesto noble por su parte devolver a Mendel la importancia de sus descubrimientos.

La naturaleza química de los cromosomas se estaba estudiando simultáneamente a la transferencia de los genes. Entre 1868 y 1869, el suizo Friedrich Miescher (1844-1895), siendo estudiante postdoctoral en el laboratorio de Frierich Hoppe-Seyler (el acuñador del término «biochimie») en Tübingen, aisló núcleos a partir de la pus de los vendajes usados de hospital. Tras un tratamiento simple, comprobó que estaban formados por una única sustancia química muy homogénea y no proteica que denominó nucleína —el término «ácido nucleico» fue acuñado posteriormente por R. Altman en 1889—. Según sus palabras, la nucleína son «sustancias ricas en fósforo localizadas exclusivamente en el núcleo celular». Era algo tan excepcional, que Hoppe-Seyler decidió demorar hasta 1871 la publicación de estos resultados a la espera de la confirmación definitiva. E. Zacharias demuestra en 1881 que la naturaleza química de los cromosomas era nucleína. Entre 1879 y 1882 Walther Flemming (1843-1905) y Robert Feulgen, independientemente, desarrollan nuevas técnicas de tinción y logran visualizar los cromosomas en división, lo que les permitió describir la manera en que se replican los cromosomas (la mitosis). En 1889 August Weissman (1834-1914) asocia de manera teórica, casi intuitiva, la herencia y los cromosomas, puesto que hubo que esperar hasta 1902 para que Walter S. Sutton (1877-1916) proponga, gracias a evidencias experimentales, que los genes de Mendel son unidades físicas que realmente se localizan en los cromosomas. Parte del trabajo que permitió a Sutton proponer ese modelo se debió a su descubrimiento de la meiosis junto a Theodor Boveri (1862-1915). A su vez, Thomas Hunt Morgan (1866-1945) en la Universidad de Columbia (1909) realiza los experimentos que hoy se consideran clásicos sobre los rasgos genéticos ligados al sexo, lo que le valió el Nobel en 1933. Por esa época se descubre que algunas enfermedades como la alcaptonuria tienen su origen en una enzima defectuosa —fenómeno ya descrito por el físico inglés Archibald Garrod en 1909—. En 1913, Calvin Bridges (1889-1938) demuestra que los genes están en los cromosomas, y Alfred Henry Sturtevant (1891-1970) demuestra que se colocan de forma lineal sobre el cromosoma, elaborando el primer mapa genético de un organismo: Drosophila melanogaster. En 1915 quedan definitivamente establecidas las bases fundamentales de la herencia fenotípica al aparecer el libro «El mecanismo de la herencia mendeliana» escrito por Thomas H. Morgan, Alfred Strurtevant, Hermann Muller y Calvin Bridges. En este contexto se inicia la teoría cromosómica de la herencia a pesar de no conocer su naturaleza química. Se puede hablar también de la edad de oro de la genética clásica.

El término genética fue propuesto en 1906 por el inglés William Bateson (1861-1926), ya que hasta entonces se venía utilizando el término «eugenética» acuñado por Sir Francis Galton (1822-1911) en 1883. También fueron acuñados por Bateson los términos «alelomorfo», «cigoto», «homocigoto», y «heterocigoto». Hasta entonces la genética y la embriología se estudiaban mezclados, sin diferenciar. Fue Morgan quien se encontró con la necesidad de separar el análisis de la herencia (genética) del análisis del desarrollo embriológico (embriología); éste último fue plenamente desarrollado por el alemán Hans Spemann (1869-1941), galardonado por ello con el Nobel en 1935. A partir de entonces, las investigaciones se iban a dedicar al análisis de las mutaciones, la bioquímica implicada en la transmisión de los caracteres, y las bases moleculares de la herencia. Es el contexto adecuado para que en 1926 Herman Muller (1890-1967) y Lewis Stadler demostraran que la radiación X inducía mutaciones en los genes, aunque el reconocimento tardara en llegar: el Nobel les fue concedido veinte años después, en 1946.

Volviendo al análisis de la naturaleza química de los cromosomas, en 1888 el bioquímico alemán Albretch Kossel (1853-1927) había demostrado que la nucleína de Miescher contenía proteínas; también mostró que la parte no proteica de la nucleína contenía sustancias básicas ricas en nitrógeno, identificando así las cinco bases nitrogenadas que hoy conocemos. También tenía evidencias de la presencia de un glúcido de cinco átomos de carbono. Este trabajo dio acceso a Kossel al Nobel en 1910. El trabajo fue continuado por su discípulo, el químico ruso-americano Phoebus Aaron Theodor Levene (1869-1940) quien comprobó en 1900 que la nucleína se encontraba en todos los tipos de células animales analizadas. Más adelante, en 1909, comprobó las evidencias de Kossel, obteniendo que los ácidos nucleicos estaban compuestos de ácido fosfórico, una pentosa, y las bases nitrogenadas. La pentosa aislada de la nucleína de levadura comprobó que era ribosa. Tuvo que esperar hasta 1929 para identificar que la pentosa aislada del timo de los animales era desoxirribosa. Esta diferencia le hizo proponer que la nucleína de los animales era el nucleato de desoxirribosa —hoy en día llamado «ácido desoxirribonucleico» o DNA—, mientras que los vegetales contenían el nucleato de ribosa —ácido ribonucleico o RNA—. Levene tuvo mucho peso en la química de los ácidos nucleicos, a pesar de que pronto se demostrara que se equivocó al proponer que la separación vegetal/animal coincidía con la presencia de RNA y DNA en sus núcleos. Fruto de sus trabajos fue su propuesta en 1926 para la conformación de los ácidos nucleicos: el tetranucleótido plano. El modelo del tetranucleótido de Levene implicaba que los ácidos nucleicos estaban formados por planos apilados que constaban de 4 pentosas que exponían hacia el exterior las bases nitrogenadas (que van unidas por un enlace glucosídico a la pentosa); las pentosas se unen entre sí por fosfatos a través de enlaces fosfoéster. Esta estructura respondía a los resultados sobre la composición de los ácidos nucleicos y la naturaleza de los enlaces covalentes que lo componen. En cambio, se deducía que los ácidos nucleicos eran moléculas muy monótonas, casi invariables, extremadamente rígidas. Por tanto, se descartaron rápidamente como el tipo de molécula capaz de transmitir la información genética, por lo que todo el mundo se centró en el estudio de las proteínas como molécula de la herencia. Este error se consolidó en 1935 cuando Dorothy Wrinch observó que la información genética era lineal, por lo que se requería una molécula lineal (las proteínas) para transmitirla, y no una molécula cíclica invariable (los ácidos nucleicos). El modelo del tetranucleótido plano fue un lastre en el desarrollo de la biología molecular similar a lo que fueron en su día las teorías del flogisto, la fuerza vital, o la generación espontánea, ya que Levene era considerado un científico muy influyente en su época y su opinión era poco menos que indiscutible. Quizá por eso se desarrollaron con más éxito la genética, la embriología y la bioquímica durante la primera mitad del siglo XX.

Manuel Gonzalo Claros es Profesor Titular de Bioquímica y Biologìa Molecular en la UMA