FORO PARA LA PAZ EN EL MEDITERRÁNEO

En el laberinto catalán, por Gabriel Magalhães

 

Somos muchos los extranjeros que admiramos la cultura catalana y que, en este momento, nos sentimos perplejos ante lo que está pasando. Mi querida amiga Lucy constituye un buen ejemplo. Enamorada de Montserrat, visita Catalunya con frecuencia. Una parte de su alma inglesa y portuguesa es también ya catalana. Y a mí me pasa lo mismo: en el cóctel de mi espíritu, portugués, vasco, español, la rodaja de naranja ya viene de Barcelona. Pero ¿qué es, al fin y al cabo, Catalunya? Intentaré adentrarme en el actual laberinto catalán a sabiendas de que, para cada una de las partes en pugna, sólo se puede circular por determinados pasillos. Y les confieso, de entrada, que uno siente en el cogote, mientras escribe, el aliento de un peligroso minotauro.

Lo primero que sorprende al foráneo amante de Catalu­nya, el pasillo inicial del laberinto, es la evidencia de un ­independentismo que, en la realidad barcelonesa, parecía bastante diluido, superado por un cosmopolitismo centelleante, y que al final, aunque escondido, llevado con timidez por las personas en el monedero, se ha revelado fuerte. Curiosamente, eso es lo que siempre han visto en Catalu­nya los españoles centralistas. Sabían, por experiencia secular, que todo ­esto acabaría pasando.

Y ese es el segundo pasillo, y la segunda sorpresa: los soberanistas más radicales son, aunque no lo sepan, profundamente hispánicos. En algunas de sus escenificaciones recuerdan al pueblo lopesco de Fuente Ovejuna. La “voluntad de ser” tiene ADN español: se puede encontrar en un valle del País Vasco o en un pueblo momificado de la meseta. Por consiguiente, los brotes catalanistas reavivan el sistema España, incluso dentro de la propia Catalunya.

Nuevo pasillo, nueva pregunta: ¿por qué, pues, una sociedad tan inteligente como la catalana se lanza cíclicamente en estos abismos que la deconstruyen? El pasillo aquí se bifurca en dos motivos: uno es la inseguridad. Entre los catalanes pervive el recelo de que su patrimonio cultural desaparezca, ­algo que, para una persona de fuera, parece raro pues la pujanza actual del idioma re- sulta brillante. Pero esto es lo que se vive, lo he visto en muchas miradas, escuchado en muchos comentarios. Y ello empuja a buscar la separación, que acabaría de una vez con la incertidumbre.

El otro motivo, el otro pasillo, consiste en una ludopatía histórica (minotauro, no te enfurezcas) que cree que la independencia acabará saliendo. Hay que apostar todo lo que se tiene en el casino del momento oportuno y “algún día ocurrirá”, frase que he oído con frecuencia. Aunque estos procesos conllevan mucho sufrimiento para la población, constituyen el modo de mantener viva la llama de la nacionalidad: si se gana, fantástico; si se pierde, se recargan las pilas del resentimiento, con todo el mundo atado y bien atado al “no olvidaremos nunca”. Obligado, pues, a preparar la próxima remontada del Sísifo catalán.

No obstante, para mí resulta evidente que el alma primordial de Catalunya no es este independentismo, sino un hermoso sentido utópico, único en Europa. Muchos soberanistas se sentirían bien en una España realmente multinacional; muchos de ellos aman el proyecto europeo, por el que se sacrificarían. Este idealismo está por todas partes: en la arquitectura de Gaudí, en la creatividad empresarial y en la literatura, ya desde Llull. Esto es lo catalán. El seny funciona como una vacuna contra este impulso, que constituye el sello original.

Da pena que el escenario hispánico no le haya concedido a Catalunya, en estos últimos años, terreno para desarrollar su sentido idealista. Por el contrario: en el ruedo español se ha jaleado al toro catalán para que saliera al ruedo. Y así una parte considerable de la marejada utópica de Catalunya se ha decantado por el independentismo. Pero aquí aparece el gran callejón sin salida de este laberinto: todas las naciones se construyen sobre crímenes, bombas atómicas, bancos opacos, guerras crueles, exterminios, mentiras compartidas… Cada país tiene sus pecados. Aunque el catalanismo utópico crea que el suyo sería distinto, el proceso de construcción nacional ya demuestra que se pagará un alto precio. También moral. Los países son cinismo por arriba e ingenuidad por ­abajo. Ninguno es el séptimo cielo.

Los forasteros que amamos Catalunya esperamos que se encuentre una buena solución. ¿Cuál será la salida del dédalo? Uno no lo sabe. Pero quizá todo consistiera en saber enfocar las cosas de un modo nuevo durante dos o tres generaciones, sin cumplir con el programa atávico. Los pasillos que habría que recorrer serían los de afirmar la propia cultura sin inseguridades, aceptando e integrando, además, todo lo que en ella hay de ­diverso, y al mismo tiempo desactivando con paciencia la colección de venenos de la relación con España. Pero esto es difícil. Los ­países, las culturas, se enganchan a sus propios defectos. En Portugal, todavía seguimos practicando viejos vicios, que no hemos logrado superar.

La Vanguardia. 20.12.2017

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