GADAMER
 

 

 

 

Hermenéutica y Deconstrucción:

divergencias y coincidencias

¿Un problema de lenguaje?*

 

Luis Enrique de Santiago Guervós

 

 

 

 

                  I. Los problemas de un encuentro ‘improbable’

Cuando en abril de 1981, Philippe Forget, profesor de lengua alemana en la Sorbona, organizó un encuentro[1] en el Instituto Goethe de París, entre Gadamer y Derrida, las expectativas entre los filósofos eran enormes, aunque llenas de precaución, pues todo parecía indicar que estábamos ante un encuentro ‘improbable’ (unwahrscheinlich). Se trataba de poner frente a frente, por primera vez, a los representantes de dos de las principales corrientes de la filosofía actual que acaparaban la atención del momento y se buscaba sin demasiado éxito un terreno común desde el que los oponentes pudiesen dialogar y contrastar sus posiciones encontradas. Han pasado ya algunos años desde entonces, y puede parecer anacrónico volver a recordar una disputa de estas características, pero las repercusiones de aquella controversia filosófica han seguido presentes de una u otra manera en los foros filosóficos[2]. No en vano, tanto la deconstrucción como la hermenéutica, en cuanto maneras distintas de pensar, siguen generando las más diversas pasiones intelectuales como momentos estelares de la filosofía del fin del milenio: la una tratando de deconstruir toda una tradición ‘logocéntrica’ y metafísica después de más de dos mil años de historia; la otra, rehabilitando la tradición como elemento productivo para entrar en el nuevo milenio. Pero las expectativas se enriquecen más si pensamos que se trata de dos filósofos que todavía viven y todavía no han dicho su última palabra.

 

Es cierto que fue en realidad Gadamer el que dio pie a este acercamiento entre hermenéutica y deconstrucción, tal vez por ser su filosofía menos radical o quizás en un intento de buscar nuevos compañeros de viaje e interlocutores de un dialogo hermenéutico en una humanidad de dimensiones cada vez más planetarias. El mismo Gadamer, unos años después, y en un tono conciliador afirmaba que «el que encarece mucho la deconstrucción e insiste en la diferencia, se encuentra al comienzo de un diálogo, no al final»[3]. Por su parte Derrida también detecta en Gadamer «la convicción absoluta de un deseo de consenso», cuando apela a la «buena voluntad»[4], y por su parte siente la tentación de suscribir la evidencia de este axioma capaz de regular «hasta los fenómenos de desacuerdo y malentendido», o sea, capaz de situarnos «más allá de toda valoración en general, de todo valor». Pero ese deseo de consenso y el apelar a la ‘buena voluntad’ para hacer posible el encuentro, no significa apelar a una normativa incondicionada, o a una estructura axiomática que signifique recaer en el proyecto de dominio de una ‘subjetividad voluntaria’, o tratar de rastrear los puntos débiles del contrario, sino que se trata de «hacer al otro tan fuerte como sea posible, de modo que su decir se convierta en algo evidente»[5]. A Gadamer le resulta por eso difícil comprender que el propio Derrida no esté de acuerdo con él, ya que si le dirige preguntas, el hecho mismo de plantearlas implica que el interlocutor está dispuesto a comprenderle. Incluso Derrida, cuando se dirige a Gadamer o a sus lectores, o cuando habla y escribe, también se dirige a ellos para ser comprendido. Presuponer esto en toda conversación o diálogo no significa hacer metafísica.

 

No obstante, desde un punto de vista externo, no deja de ser paradójico el perfil de un encuentro de estas características. Por una parte, Derrida se presenta como el que trata de deconstruir aquello que Gadamer trata de mantener, mientras que éste, por su parte, con su filosofía hermenéutica sobre el diálogo y la conversación, parece que trata de arbitrar cualquier forma de encuentro y, al mismo tiempo, intenta buscar una justificación o legitimación de sus propios principios. Esto explicaría, tal vez, la actitud de escepticismo y de ausencia que mantiene Derrida respecto a la hermenéutica[6]; pero también serviría para entender el porqué habla Gadamer con tanta insistencia de una posibilidad de consenso, pues en el fondo tenía que hacer realidad y poner en práctica lo que enseñaba su propia hermenéutica: que siempre es posible el diálogo y el consenso. Pero todo diálogo auténtico también tiene sus propias exigencias, y es posible que ni uno ni otro se quieran poner a prueba, y por eso eviten ese ‘terreno común’ en el que se puedan airear sus propias debilidades y en el que tengan que  aceptar el poder no tener razón. Estos son algunos de los elementos que suscitan preguntas como estas: ¿Estamos ante una estrategia del propio Derrida de sustraerse al diálogo con la hermenéutica y no entrar de un modo directo en la ‘cosa misma’? ¿O más bien se comporta la hermenéutica a la defensiva en lugar de abrirse a la comprensión del otro? ¿Son acaso injustas las acusaciones que se hacen a la hermenéutica de ser un pensar metafísico, logocéntrico, fonocéntrico y defensor de una ‘metafísica de la presencia’? ¿Por qué Derrida no dice claramente lo que piensa de la hermenéutica, del lenguaje y de la realidad? ¿Cómo es posible que la distancia sea tan enorme, cuando el propio Gadamer reconocía que dentro de la «escena francesa»[7] era Derrida el que compartía mayor número de principios con él? Rorty cree que Derrida no parece tener el menor interés en contrastar ‘su filosofía’ con la de los otros. Así como tampoco tiene ninguna intención de escribir «una filosofía»[8].

 

Es cierto que las diferencias son muchas entre una y otra corriente filosófica, pero en el fondo parecen más bien diferencias de ‘tono’ –como apuntaba Philippe Forget¾; es decir, estaríamos ante una misma partitura (la textura de la Destruktion) pero interpretada en distintas escalas tonales[9]. Mientras que Gadamer parece esbozar una teoría general filosófica, Derrida nos presenta una técnica de lectura, una práctica o una ‘estrategia textual’, pero una estrategia sin finalidad. Se contrapone una visión optimista de la realidad, en la medida en que siempre es posible la comprensión, el consenso y el diálogo, a una visión crítica en la que se rechaza el optimismo dialéctico ilimitado de la hermenéutica. Por otra parte, se enfrentan dos distintas formas de leer los textos: una, la deconstrucción, desde la perspectiva genealógica de Nietzsche, la otra desde la determinación histórica de la tradición. También son dos los ámbitos dentro de los que se mueve cada una de estas corrientes: la hermenéutica en el ámbito humanístico e histórico de las ciencias del espíritu, la deconstrucción en el marco semiológico de estructuras atemporales y ahistóricas, donde el lenguaje no es un sistema de identidades sino de diferencias. Como diría Rorty, utilizando una terminología kuhniana, «el hombre normal ve en el anormal un incapacitado ¾alguien más digno de lástima que de censura¾ y el anormal ve en el normal a alguien que no ha tenido coraje para salir y que está muerto por dentro aunque su cuerpo siga viviendo, alguien más digno de ayuda que de desprecio». Y «este fuego cruzado ¾sigue diciendo¾ puede continuar indefinidamente»[10].

Hay un aspecto, entre otros, que puede resultar insalvable cuando se trata de reconciliar dos posiciones filosóficas encontradas: se trata de la tesis gadameriana sobre la universalidad de la hermenéutica. En Gadamer la universalidad de la hermenéutica se confunde prácticamente con el objetivo universal del discurso filosófico, pues si la esencia del lenguaje es el medio en el que se realiza la comprensión, la hermenéutica tiene un alcance omniabarcante y universal. Este presupuesto hermenéutico ya provocó  hace algunos años una controversia con Habermas, que a su vez reivindicaba esa universalidad para la crítica de las ideologías[11]. No obstante, Gadamer sostiene que esta universalidad no es óbice para afirmar, en contra de cualquier interpretación neoidealista, que la comprensión es siempre finita y que el diálogo no tiene límites. Pero desde el momento en que la hermenéutica se presenta como una ‘filosofía primera’ y con un alcance universal, y cuando trata de demostrar que «el tema de la deconstrucción cae, desde luego, dentro del dominio de la hermenéutica», puesto que «la hermenéutica describe todo el dominio del entendimiento entre los hombres»[12], el diálogo entonces parece casi imposible. Es cierto que el entendimiento mutuo no implica una coincidencia, puesto que donde existe coincidencia no hace falta, desde luego, un entendimiento sobre algo. Se busca o se alcanza un consenso sobre algo determinado cuando no existe una coincidencia sobre ello.

 

Pero a pesar de las diferencias hay un fondo común que los une, aunque verdaderamente es casi siempre Gadamer el que busca esos puntos y metas que puede compartir con el deconstruccionismo. En primer lugar, son filosofías posthegelianas y postmetafísicas que se sitúan en la estela de Nietzsche y de Heidegger. En lo esencial son filosofías del lenguaje que se desarrollan dentro de la tradición del llamado linguistic turn. También les une la preocupación por el texto, en concreto, por el texto literario y su interés por los problemas cruciales de la filosofía contemporánea. Una y otra están comprometidas con los problemas inherentes a la superación de la metafísica y del saber absoluto y se sitúan, sin mayores problemas, en el espacio postmetafísico que inaugura el pensamiento posmoderno. Otro punto de encuentro es la pretensión de ambas de superar la constricción del método. Para Gadamer la hermenéutica no es un método, sino más bien un modo de ser del Dasein; para Derrida tampoco la deconstrucción es un método, sino más bien una estrategia[13]; ambas aspiran a liberarnos de la conceptualidad que impregna la historia de la metafísica occidental tomando el ‘texto’ como punto de referencia frente a la pluralidad de posibilidades interpretativas. Manfred Frank señala otros campos en los que también coinciden hermenéutica y deconstrucción. En ninguna de las dos posiciones se evoca la idea de lo trascendental con el fin de legitimar y justificar la vida; por eso los valores tienen su fundamento en una «interpretación perspectivista infinita». Además, tanto en la hermenéutica como en la deconstrucción el sujeto epistemológico ya no es «el señor de su propio ser»[14]. Pero lo que realmente les une ¾y al mismo tiempo les separa¾ es sobre todo el fondo común y una misma paternidad: M. Heidegger. Al fin y al cabo tanto Gadamer como Derrida  tomaron el mismo camino y el mismo punto de partida: la filosofía de Heidegger, aunque sus interpretaciones generaron posteriormente dos perspectivas distintas, cuyos resultados fueron dos maneras distintas de pensar, dos caminos que se separaron por la interferencia de la filosofía de Nietzsche. Aquí puede estar la clave de la diferencia. Derrida quiere jugar el juego que Nietzsche le ha enseñado y perderse en un laberinto de simulacros y huellas, Gadamer por su parte prefiere analizar la ontología del juego como legado directo del último Heidegger.

 

                  II. Tras las huellas de Heidegger y de Nietzsche

 

Gadamer se sintió profundamente atraído por el pathos de la ‘Destrucción’ cuando conoció a Heidegger. Para él se convirtió en  una ‘necesidad’ que sintió desde sus primera reflexiones y pensó la destrucción heideggeriana no como algo que se opone a la hermenéutica, sino más bien como una ‘tarea hermenéutica’. Ahora bien, si Derrida interpreta la Destruktion como una ‘deconstrucción’, entonces hermenéutica y deconstrucción no parece que sean procedimientos tan opuestos. Por eso, Gadamer no entiende que Derrida interprete la deconstrucción como el repudio de la historia de la racionalidad en la cultura occidental.

Gadamer había seguido el proyecto heideggeriano de «superar la metafísica», pero trató de llevarlo a cabo dentro de una dimensión hermenéutica, que por otra parte es coherente con el análisis de la estructura hermenéutica de la existencia. Heidegger había definido la comprensión como la forma básica de la orientación mundana del hombre y el círculo hermenéutico como el modo fundamental de nuestro ser en el mundo. Además, había puesto en el centro de su ontología del Dasein la hermenéutica, pero eso no significaba que la hermenéutica de Gadamer tenía que articularse como una ontología fundamental concebida trascendentalmente. Él piensa que la forma de superar la historia del olvido del ser es partir de lo que tenemos, es decir, buscar en la propia tradición aquello que puede hacer posible su propia superación. Más en concreto, superarla desde ‘dentro’, sin dejarla de lado. Por otra parte, Gadamer también estudió en profundidad al último Heidegger, el de la Kehre, en el que fundamentó la lingüisticidad de la comprensión y desde donde trató de elaborar una hermenéutica ‘postmetafísica’. Temas como el arte, la ‘cosa’ (Sache), el lenguaje, son reinterpretados siguiendo el hilo de una hermenéutica latente que se aprecia en el Heidegger tardío. Confiesa, sin reparos, que él realmente fue víctima complaciente del poder violento de los diálogos de Heidegger con los textos filosóficos y poéticos, pero se veía «incapaz de reconocer que con esto me hubiera puesto en manos de la metafísica entendida según aquella ontoteología que el pensamiento de Heidegger trataba de superar y a la cual trataba de sobreponerse»[15].

 

Derrida está en deuda con Heidegger por el punto de partida desde el que toma la medida a la metafísica de la modernidad, pero va más allá que Heidegger al cuestionar el fundacionalismo y la base lingüística y metafísica de su pensamiento. Ya antes había radicalizado la vía de Husserl y luego tomó como referencia el último Heidegger y, sobre todo, su interpretación de Nietzsche. A la pregunta por el ‘sentido del ser’ presenta como alternativa la ‘diferencia’ primaria y adopta como estrategia una ‘hermenéutica de la sospecha’ que encuentra en la autointerpretación una ‘falsa conciencia’. Derrida, sin embargo, era consciente de la ambigüedad de Heidegger, pues al limitar el sentido del ser a la ‘presencia’, quedaba atrapado en las redes de la metafísica y del logocentrismo. El hijo se revela contra el padre con los mismos instrumentos y herramientas que el padre le ha dejado, radicalizando las mismas ideas y objetivos que él ha pensado, pero sin realizarlos completamente, y sin llevar las conclusiones hasta las últimas consecuencias. Es así como Derrida apoyándose  en el último Heidegger transforma la Destruktion en deconstrucción.

 

Para Gadamer la Destruktion es un proceso de interacción crítica con conceptos, no un ‘lenguaje’. Cuando Heidegger hablaba de que había que ‘destruir’ el concepto de sujeto, el de ousia, el de ser, etc., entendía la deconstrucción de una ‘conceptualidad’ metafísica como etapa necesaria para la Gelassenheit[16]. Pero Gadamer puntualiza y observa que en Heidegger el concepto Destruktion no tiene la connotación negativa que tiene en otros idiomas el término ‘destrucción’. En alemán la palabra para destrucción es Zerstörung, pero Heidegger, que siempre tuvo especial cuidado en matizar el significado de las palabras, utiliza Destruktion, que significa algo así como ‘desmantelamiento’ de algo que está construido, es decir, volver a los orígenes del pensamiento occidental, a los presocráticos, para rescatar lo que ha sido olvidado, y de esa forma reconstruir los fundamentos auténticos de la metafísica.

 

Trataba, por eso, de reemplazar el uso obsoleto y escolástico del lenguaje de la metafísica tradicional por un nuevo y vigoroso lenguaje inspirado en Kierkegaard. Este sería, según Gadamer, el gran mensaje de Heidegger en sus años de Marburgo[17]. En realidad se proponía, como ya lo hiciera Nietzsche mediante una hermenéutica genealógica de los conceptos, reconducir las figuras conceptuales fosilizadas y desgastadas como el metal de una moneda, a sus experiencias originales de pensamiento a fin de hacerlas de nuevo hablables: destrucción de los conceptos que ya no dicen nada, que han perdido, como diría Nietzsche, el troquelado y ya no son más que ‘metal’. Permitir al concepto ser de nuevo hablante en el tejido de un lenguaje vivo. Y esto, a juicio de Gadamer, es una meta y una tarea hermenéutica: «los nuevos caminos del pensamiento necesitan nuevas señalizaciones para convertirse en verdaderos caminos»[18]. Se trata de abrir otra vía al pensamiento para comprender mejor la experiencia actual de la existencia y del ser.

 

La preferencia de Derrida por el término francés deconstruction, confirmada en el Littré, en lugar de ‘destrucción’, asociaba mejor el sentido lingüístico, gramatical y retórico al fenómeno mecánico de desmontar las partes de una máquina para llevarla a otra parte. En este sentido la deconstrucción no tiene tampoco en Derrida ese sentido negativo aparentemente radical: «Más que destruir era preciso, la mismo tiempo, comprender cómo se había construido un ‘conjunto’ y, para ello, era preciso reconstruirlo»[19]. Hay que desarticular todos los conceptos filosóficos de la tradición, pero se reafirma la necesidad de recurrir a ellos. Por eso la deconstrucción tiene como objeto des-sedimentar todo tipo de estructuras lingüísticas, logocéntricas, fonocéntricas, sociales, institucionales, políticas, culturales y sobre todo filosóficas.

 

Pero si el legado de Heidegger es determinante en el desarrollo de las dos corrientes de pensamiento, en el centro de este debate, como en medio de una encrucijada, se encuentra Nietzsche. A Gadamer no se le escapa que para el deconstructivismo Nietzsche representa una figura más radical que Heidegger respecto a la crítica de la metafísica, a su Destruktion y a su superación. ¿Se puede decir que el proceso de deconstrucción es el sucesor legítimo de esa nueva forma de interpretar propuesta por Nietzsche? Derrida, como  la filosofía francesa del momento[20], vio en las máscaras, los juegos y simulacros del pensamiento nietzscheano el doble rostro de Jano que propiciaba un terreno productivo para articular una salida a los imperativos excesivamente dogmáticos del estructuralismo. Pero lo sorprendente era que la hermenéutica gadameriana prácticamente soslayase el papel central que desempeña el tema de la interpretación y comprensión en el pensamiento de Nietzsche[21]. Para la hermenéutica Nietzsche es una figura central, ya que él estaba convencido de la ambigüedad de la interpretación, ya que ésta no era a su vez más que una perspectiva, una máscara.

 

La explicación a esta diversidad de perspectivas habría que buscarla en las posiciones que adoptan respecto a la interpretación de Nietzsche por parte de Heidegger. De sobra es conocida la enorme influencia que ejerció sobre la filosofía contemporánea dicha interpretación, hasta el punto de convertirse en un verdadero canon interpretativo. Heidegger partía de los siguientes presupuestos: en primer lugar, Nietzsche, como todo gran pensador, tiene un sólo pensamiento; en segundo lugar, no  comprenderemos a Nietzsche mientras no lo entendamos como el fin de la metafisica occidental, el último pensador subjetivo[22]. Dicho pensamiento no ha superado realmente la culminación de la metafísica; su filosofía sigue siendo una gran metafísica, situada en la cima más elevada del límite, en plena ambigüedad esencial.

 

Derrida se opone frontalmente a la interpretación que Heidegger hace de la filosofía de Nietzsche. Tratar de interpretar a Nietzsche como lo hace Heidegger, de forma unitaria, no significa otra cosa que el intérprete sigue instalado en el logocentrismo de la metafísica. Y es que Heidegger, a su pesar, no consiguió romper el encantamiento que producía la metafísica, a pesar de su intento de crear un lenguaje nuevo y una manera distinta de pensar. Por eso, Derriba no deja de preguntarse si realmente Heidegger, al interpretar la unidad y unicidad del pensamiento de Nietzsche, no está ya cayendo en la metafísica, es decir, «si detrás de la lectura heideggeriana de Nietzsche se aprecian todos los cimientos de una lectura general de la metafísica occidental»[23]. La unidad es un sueño de la metafísica y también parece ser el sueño de Heidegger, que al tratar de salvar a Nietzsche le pierde.

 

Pero lo curioso de esta interpretación es que Derrida interpreta la interpretación de Heidegger sobre Nietzsche desde un punto de vista nietzscheano, en el sentido de que él desenmascara a Heidegger y pone al descubierto los intereses que guían su interpretación. Para él, lejos de permanecer Nietzsche en el ámbito de la metafísica, ejerció una ‘escritura’ y una producción de textos como operaciones primordiales. «Él ha escrito que la escritura ¾y la primera de todas la suya¾ no está originalmente subordinada al logos y a la verdad. Y que esta subordinación ha venido a ser durante una época el sentido de lo que nosotros debemos deconstruir»[24]. No es pues extraño que trate de presentar a Nietzsche como el precursor de la deconstrucción, como aquel que no solamente diluye el sentido, sino que lo disipa, y que valore en él, no el pensamiento de la totalidad, que quería Heidegger, sino la multiplicidad de firmas, identidades y máscaras. Esta universalidad del perspectivismo, del que Nietzsche ha impregnado a la conciencia filosófica, es como un espolón (éperon) que «provoca y desazona al hermeneuta»[25] que defiende la universalidad de la búsqueda de la comprensión. Esto explicaría el porqué Derrida trata de situar la lectura de Nietzsche «fuera del círculo hermenéutico» y entienda los conceptos radicalizados de Nietzsche en un sentido completamente no hermenéutico, es decir en un sentido gramatológico o deconstructivo. 

 

Un ejemplo de esta diversidad de interpretaciones podemos observarla en la manera en que asumen Gadamer y Derrida la centralidad de la idea de juego. Mientras que Derrida sigue las huellas de la noción nietzscheana del juego, Gadamer opta por una dimensión ontológica de claro cuño heideggeriano. Para la deconstrucción, el juego es «la afirmación gozosa del juego del mundo y de la inocencia del devenir, la afirmación de un mundo de signos sin falta, sin verdad, sin origen, que se ofrece a una interpretación activa»[26]. La deconstrucción es un juego de signos. Juego infinito de signos. Es explicable que Derrida se sirva de esta idea, pues Nietzsche había sustituido los conceptos metafísicos de ser, verdad, etc., por la noción de juego, pues la deconstrucción tiene un alcance universal: «Lo que la deconstrucción niega es todo; lo que ella afirma, es nada». De esta forma, se completa la manera en que Gadamer entiende el juego, pero de un modo radical: en vez de integrar el juego dentro de la comprensión del significado, o la estética dentro de la hermenéutica, Éperon presenta el arte como la roca sobre la que se asienta la hermenéutica intencional[27].

 

Gadamer, por su parte, sigue el discurso de Heidegger a su manera. Le convence, sin embargo, el pensamiento unitario con que Heidegger interpreta la voluntad de poder y el eterno retorno: «a pesar de todas las violencias a las que Heidegger acostumbraba a someter los textos filosóficos o poéticos con los que conversaba, en el caso de Nietzsche yo admitía que el pensamiento unitario con que Heidegger trataba la voluntad de poder y el eterno retorno me parecía absolutamente convincente y definitivo»[28]. Por otra parte, sigue a Heidegger también en todo aquello en que Nietzsche representa la autodisolución de la metafísica, el tránsito a nueva forma de lenguaje y a otra manera de pensar. Y poco más. Por eso, Derrida objeta a Gadamer que él no toma a Nietzsche bastante en serio, es decir, que el fin de la metafísica quiebra lo que desde Nietzsche hace que toda identidad y continuidad sea ilusoria. Gadamer se mantendría dentro de esas ‘ilusiones logocéntricas’ de las que tampoco Heidegger escapa. Para él todo sigue siendo Hegel, y esto quiere decir, metafísica, pues Nietzsche, según Geoffrey H. Hartman, se puede contemplar desde dos direcciones, «una es el pasado que comienza con Hegel y que continúa habitando entre nosotros; y otra es el futuro que comienza con Nietzsche, que de nuevo mora entre nosotros, porque fue descubierto por el nuevo pensamiento francés»[29]. No obstante, Gadamer sigue viendo en las posiciones de Nietzsche y de Derrida una contradicción performativa. Ellos ‘leen’ y ‘escriben’ para ser ‘comprendidos’. Uno y otro son injustos con ellos mismos, cuando insisten sobre la imposibilidad de un entendimiento. 

 

               III. ¿Existe el ‘lenguaje de la metafísica’?

Uno de los aspectos más conflictivos en el que se polariza el desencuentro o malentendido entre deconstrucción y hermenéutica es la sospecha de Derrida de que en la hermenéutica de Gadamer se habla clara y bellamente con el ‘lenguaje de la metafísica’. Este es uno de los comodines estratégicos que utiliza siempre Derrida para guardar también las distancias con Heidegger. Pero, ¿existe realmente un tal ‘lenguaje de la metafísica’? ¿Qué significa entonces la amenaza de caer en el lenguaje de la metafísica, como si dicho lenguaje no fuera también nuestro lenguaje? Estas son las preguntas que se hace Gadamer[30] frente al acoso de Derrida. Es cierto que Heidegger había ya advertido como un peligro real el recaer siempre de nuevo en el lenguaje de la metafísica, como si ese peligro fuese inevitable y casi como algo consustancial. Si Heidegger detecta el peligro y Derrida quiere convertirse en el único bastión antimetafísico, Gadamer cree todavía posible «dar un sentido al lenguaje de la metafísica»[31]. En primer lugar, hay que constatar como un hecho que es imposible hablar de una forma distinta a como uno piensa y que las palabras sólo existen en la ‘conversación’, no como palabras sueltas, sino dentro de un proceso de hablar y responder. En segundo lugar, Gadamer cree que todo el problema radica en que no se distingue entre lo que es ‘el lenguaje de la metafísica’ y el problema de la conceptualidad (Begrifflichkeitk): «lo que yo he aprendido de Heidegger ¾dice¾ fue precisamente qué era la ‘conceptualidad’ y lo que podía significar para el pensamiento»[32]. Pero el problema sigue estando en que, como decía Wittgenstein, el pensar conceptual tiene siempre los márgenes sin definición.

 

Por lo tanto, cuando Gadamer habla del ‘lenguaje de la metafísica’ se está refiriendo a que «las lenguas vivas de las actuales comunidades lingüísticas comportan ciertos caracteres conceptuales que proceden de este lenguaje originario de la metafísica»[33]. No se da por lo tanto un lenguaje de la metafísica, sino la acuñación de términos que se extraen de la ‘lengua viva’ y luego son pensados de una forma metafísica. La filosofía que se desarrolló en Grecia tomó sus conceptos de su ‘propia’ lengua, la lengua del diálogo. En este sentido, afirma Gadamer, «el catálogo conceptual de Aristóteles equivale a un comentario vivo sobre los conceptos esenciales de su pensamiento»[34]. Pero cuando se traduce al latín y se introduce en las lenguas modernas, la conceptualidad griega sufre una profunda distorsión. Es obvio, por lo tanto, que los conceptos filosóficos se articulen dentro de una lengua hablada de la que proceden. «Nuestro destino histórico está en que como hijos de Occidente nos vemos obligados a hablar el lenguaje del concepto, de tal manera que incluso el mismo Heidegger, a pesar de sus ensayos poetizantes, creía ver con Hölderlin pensar y poetizar “sobre las montañas más distantes”»[35]. Ahora bien, la precisión de su significado tiene sus costes: se pierde la posible polivalencia y riqueza de la palabra; se corre el riesgo de vaciarla de sentido; poco a poco, como moneda gastada, va perdiendo su sentido original derivado de una ‘experiencia’ lingüística y toda la sabiduría oculta del lenguaje. No obstante, a pesar de toda la abstracción que comporta el concepto metafísico siempre guarda una relación con el ‘campo semántico’ en el que realmente su significado alcanza toda su plenitud. Y es este proceso de alienación, que genera una cierta esclerosis lingüística, lo que realmente hay que ‘superar’[36]. Esto explica que cuando Heidegger habla del ‘lenguaje de la metafísica’, lo que parece decir es que las conceptualidades metafísicas son las que han condicionado el sentido del tiempo, del ser, del arte, etc. Se da por lo tanto una comunidad de intereses entre Heidegger, Gadamer y Derrida: la destrucción de los conceptos de la metafísica.

Gadamer cree que Derrida persigue lingüísticamente lo mismo que él, en la medida en que trata de superar el sentido metafísico que contienen las palabras en el acto de la écriture, cuyo producto es la ‘huella’. Lo que sucede es que la crítica de Derrida sobre la recaída de Heidegger en el ‘lenguaje de la metafísica’ y en el logocentrismo estaría mediatizada por su lectura desde Husserl. Derrida no comprende, según Gadamer, el carácter misterioso de la palabra y deserta de la riqueza, historicidad y temporalidad del ‘lenguaje vivo’, y por eso pretende deconstruir la metafísica europea mediante un pensamiento crítico que le libere de la tradición filosófica institucionalizada y de la hegemonía universal del concepto, o en otros términos, quiere escapar del legado de Hegel, o del sistema estructuralista inaugurado por  Saussure.  

 

¿Pero realmente se salva Derrida de aquello que con tanta virulencia critica? Si él encuentra en el mismo lenguaje del pensamiento de Heidegger la metafísica que trata de superar ¿no se observa también en el lenguaje del propio Derrida, cómo su teoría de los signos se cuela en el lenguaje de la metafísica? ¿No es metafísica «cuando distingue entre los signos como mundo de signos sensible e inteligible»[37]? Para librarse del concepto intencional de signo recurre a la estratagema de la huella (trace), o traza, porque las huellas son algo que uno siempre deja atrás y remiten en una dirección para alguien que esté ya en marcha y esté buscando el camino.

 

Gadamer, por su parte, para escapar de la metafísica recurre a la conversación, lo mismo que Heidegger se volvió, por lo mismo, hacia el lenguaje poético, aunque Gadamer no estuviese de acuerdo con ese misticismo poético. El camino que propone Gadamer es «el regreso de la dialéctica al diálogo y de éste a la conversación», mientras que Derrida plantea la ruptura de la metafísica recurriendo a la écriture como el camino adecuado para disolver la unidad de sentido. Por eso Gadamer no entiende, ante la acusación de Derrida de caer en la metafísica, qué tiene que ver la comprensión y la lectura con la metafísica. Comprender es siempre comprender a otro. Donde hay comprensión hay identidad de voluntades. Comprender quiere decir que alguno es capaz de ponerse en el lugar del otro para decir lo que él ha comprendido y lo que ha de decir. Sin embargo, Gadamer no cae en la cuenta, como le advertía Habermas, que la comprensión distorsionada hace que el mutuo acuerdo sea muchas veces más aparente que real, e incluso puede llegar a ser una forma de manipulación.

 

Frente a las distintas acusaciones Gadamer se defiende tratando de aclarar algunas cuestiones: (1) La sospecha de que la hermenéutica se encuentra atrapada en las redes de la metafísica no parece ser lo suficientemente matizada, cuando para la hermenéutica ninguna palabra jamás rehusará agotar la tensión interna de la propia palabra, la différance entre la palabra pronunciada y lo que se quiere decir, la tensión entre lo dicho y lo no-dicho que queda por decir. El signo o la palabra que se oye o se entiende nunca deberá ser tomada como la presencia última del sentido. Toda nuestra experiencia lingüística se fundamenta en esa diferencia ¾en el sentido de ‘diferir’, différance¾ que se abre entre la palabra y su voluntad de sentido. A este respecto, «la prueba de la différance, de la insatisfacción esencial del orden de los signos, es la más hermenéutica que existe». (2) La acusación de logocentrismo también le resulta a Gadamer injusta. Primero, porque el logocentrismo se entiende como una ‘onto-teo-logía’; segundo, porque los modelos hermenéuticos del diálogo y la conversación no tienen nada que ver con el logocentrismo, tal y como lo entiende Heidegger. Gadamer rechaza la acusación de haber quedado atrapado por el logocentrismo de la metafísica griega, cuando opta por la dialéctica abierta de Platón o cuando se interesa por la reinterpretación de las ideas especulativas de Aristóteles llevada a cabo por Hegel. (3) Gran parte de los malentendidos que han surgido en torno a la hermenéutica tienen su origen en un malentendido sobre lo que es la autocomprensión. Para Gadamer este término está ligado a la tradición protestante y a la tradición lingüística de Heidegger, pero no tiene nada que ver con la autoconciencia. El término sugiere que uno no puede conseguir por sus propias fuerzas su autocomprensión. Gadamer se pregunta de nuevo, qué tiene que ver esto con el logocentrismo o la metafísica[38]

La solución que propone finalmente Gadamer, para que la conceptualidad metafísica vuelva a tener su verdadero rostro, es el diálogo. La ‘destrucción’ de la metafísica encuentra su realización en el diálogo socrático, en cuanto que a través de éste se lleva a cabo la auténtica anámnesis, la rememoración pensante. Contra la convicción de Derrida, la apertura del Ser que al mismo tiempo se oculta, o la pregunta que constituye la esencia del diálogo, no sucumben a una metafísica de la presencia. Mediante el diálogo, y la lógica de la pregunta y respuesta, Gadamer trata de superar la pesada herencia de la ontología de la sustancia. En ese binomio de pregunta y respuesta se encuentra la relación entre lo dicho y lo no-dicho que antecede a toda actividad dialéctica generadora de oposiciones y de su ‘superación’ en una nueva proposición. En el diálogo no hay clausura; el diálogo que somos es un diálogo sin fin, y en él se materializa la universalidad de la hermenéutica: ninguna palabra es la última ni la primera, ya que toda palabra es ya respuesta y siempre foco de nuevas preguntas. Por eso Gadamer no comparte el reduccionismo derridiano al integrar el diálogo ‘vivo’ que se realiza entre los hombres dentro de la metafísica de la presencia. Habermas participa también de esta polémica cuando replica a Derrida que su oposición a la razón comunicativa conlleva una contradicción, ya que él mismo también apuntaba hacia el consenso. Una racionalidad dialógica permite asegurar el despliegue libre de la pluralidad de formas de vida y del derecho a la diferencia tan celebrada por la deconstrucción[39]. No obstante, para Derrida, el diálogo que propugna Gadamer, siempre abierto, donde los interlocutores se mueven por la ‘buena voluntad’ es puramente ilusorio, y pone de relieve esa ‘falsa conciencia’ que distorsiona la comprensión. Por eso Derrida cree que esa ‘buena voluntad’ que esgrime Gadamer no es nada más que la vinculación de la hermenéutica a la filosofía de la subjetividad. Gadamer piensa, por su parte, que la deconstrucción suprime toda posibilidad de diálogo y de una fusión de horizontes discursivos, ya que en ella no se produce el reconocimiento del otro.

 

                  IV. Sobre el texto y la escritura: Cómo pensar el texto

 

Entre Gadamer y Derrida se da también una concepción distinta de lo que es el texto. Derrida propone un modo de pensar el texto distinto al de la hermenéutica. La deconstrucción de la metafísica de la presencia tiene como objetivo primordial dejar que los textos muestren toda su desnudez, descargándolos de la necesidad de representar. Esa liberación del significante y de la escritura es paradigmáticamente ejemplarizada en la deconstrucción de la filosofía de la presencia de Husserl, escogida como modelo logocéntrico. Pero a su vez, Derrida desea crear un nuevo referente para la escritura: no el mundo, sino los textos. Los textos comentan otros textos, pues «no hay nada fuera del texto»; ni siquiera la lectura «puede legítimamente transgredir el texto hacia otra cosa que él, hacia un referente (realidad metafísica, histórica, psicobiográfica, etc.) o hacia un significado fuera del texto»[40]. En realidad, se trata de ofrecer una práctica teórica de la lectura del texto. Su actividad fundamental es la de leer, y no la interpretación como en la hermenéutica. El texto no es lo interpretado, sino el dominio en el que acontece la interpretación; es el espacio de la escritura y de la lectura. La escritura es la textualidad del texto; la escritura es el texto considerado en sus límites; la escritura es un juego de diferencias.

 

La tradición logocéntrica consideró la escritura como algo secundario, tanto en relación al signo como al pensamiento La hermenéutica gadameriana conserva también la idea tradicional de que todo lo escrito es ‘autoextrañamiento’ del habla; y es mediante la lectura como se llega a superar de nuevo ese extrañamiento, cuando le otorga una voz a lo leído. Leer un texto, por lo tanto, significa actualizarlo, hacerlo copartícipe de nuestro diálogo. La escritura, por lo tanto, presenta el problema hermenéutico en toda su pureza. Desde esta visión de la escritura, el sentido hermenéutico de un texto estaría sobre todo en su ‘poder decir’, en su apertura a las infinitas posibilidades de interpretación que se dan a lo largo del tiempo histórico, ya que ningún lenguaje hablado puede cumplir totalmente la norma que un texto representa. Aquí radica la singularidad del texto, en la medida en que  el texto no es un ‘producto final’, sino un producto meramente intermedio, no es un ‘objeto dado’, sino una «fase en el proceso de la comprensión»[41], ya que lo que interesa realmente a la hermenéutica es la comprensión de lo que el texto dice. Las cuestiones semióticas y las condiciones que hacen posible la legibilidad del texto son cuestiones previas. A nadie se le oculta, por lo tanto, que para Gadamer la escritura no es ‘lenguaje actual’: «el ser que puede ser comprendido es lenguaje», luego la escritura per se, no es Ser que puede ser comprendido. Hay un abismo entre el significado que es determinado por la vía de la operación hermenéutica y la estructura de la escritura. Sin transformarla en discurso o lenguaje actual la escritura no proporciona fundamento para la afirmación de Gadamer de la universalidad de la hermenéutica. «De esta forma ¾afirma Gadamer¾ se hace inevitable un giro hermenéutico, que consiste en ir más allá de lo ‘presente’ [...]. Así, a la écriture le corresponde la lecture. Ambas deben ir juntas. Sin embargo, ninguna de las dos se llega a realizar jamás en el sentido de una identidad simple con la palabra misma. Ambas son lo que son únicamente en la medida en que, permaneciendo en la Differenz, buscan a la vez la identidad»[42].

 

Gadamer se pregunta entonces ¿qué es la escritura si no se dirige a ser leída? Está de acuerdo con Derrida en que un texto no depende ya más de su autor o de su intención. Cuando nosotros leemos algo, no buscamos oír en nosotros los sonidos familiares de la voz del otro. Yo solamente leo un texto comprendiéndolo, y esto acontece cuando el texto comienza a hablar, es decir, cuando es leído con modulaciones apropiadas, articulaciones y énfasis[43]. En este sentido, la lectura de un texto escrito es algo paradigmático respecto a la dinámica de la conciencia de la historia efectual, dentro de la cual tiene lugar la comprensión de cualquier obra escrita. Ahora bien, lo que estas obras dicen al interprete, no hacen valer las ‘verdaderas intenciones’ de los productores de las obras, ni una verdad que estaría fuera de la historia. Sin embargo, Derrida piensa que lo que verdaderamente importa cuando leemos un texto es instalarnos en la estructura heterogénea del texto y descubrir en su interior tensiones o contradicciones, de manera que al mismo tiempo que se lea se deconstruya. Es una actividad sobre el texto e interviene «desde el interior del propio texto, extrayendo de la antigua estructura todos los recursos estratégicos y económicos de la subversión»[44]. Lo que realmente importa a Derrida es el «acto de escribir» o mejor dicho la ‘experiencia de escribir’: dejar una huella o traza que prescinda del presente de su inscripción originaria, de su autor, pues con el concepto de ‘huella’ Derrida se está liberando de la restricción que conlleva el concepto intencional de ‘signo’ y de toda metafísica de la presencia, pues la huella sustituye a una presencia que nunca ha estado presente. Ahora bien, reconducir el lenguaje a una escritura inmemorial e irrebasable significa para Gadamer amputar el valor del logos.

 

Después de este pequeño esbozo sobre la confrontación de la Hermenéutica con la Deconstrucción, algunos pensarán que es una lástima que estas dos corrientes no hayan llegado a un ‘entendimiento’. Tal vez sea necesario ese enfrentamiento productivo y crítico, capaz de delimitar las posiciones tanto de la hermenéutica como de la deconstrucción y, al mismo tiempo, caer en la cuenta de que es difícil entender que corrientes de pensamiento diversas puedan existir una al lado de otra sin ‘tocarse’. Gadamer puede tener razón cuando sostiene que la filosofía nunca podrá desentenderse por completo de su proveniencia histórica: la metafísica occidental. Y de ésta también es consciente el propio Derrida cuando afirma que hay que deconstruir la razón desde la razón. Por eso Heidegger, cuando planteó el problema de la superación de la metafísica, no utilizó el término fuerte Ueberwindung, sino otra palabra que designa de una forma más débil, es decir, la superación en el sentido de ‘sobreponerse’ (Verwindung): aquello a lo que nos sobreponemos, no queda simplemente tras nosotros, sino que deja su ‘huella’; nos quedamos con la metafisica aunque nos hayamos ‘sobrepuesto’ a ella. Es por eso, por lo que Gadamer se pregunta si no es la crítica al logocentrismo ella misma logocentrismo y si los trabajos de Derrida son particularmente difíciles de comprender, es porque él se aplica a sí mismo la estrategia de desmantelar toda posible construcción, porque si Derrida tratase de mantener una ‘coherencia’ o una lógica en sus trabajos, se podría pensar que está de nuevo cayendo en el pensar metafísico[45]. Y es sobre este ámbito sobre el que se podría establecer un terreno común, a pesar de lo ‘improbable’ que pueda parecer un entendimiento. Tanto Gadamer, como un nuevo Sócrates, o Derrida, como un nuevo Gorgias, permanecen a la sombra de los grandes edificios sistemáticos de la metafísica. Nietzsche quedó ‘atrapado en las redes del lenguaje’ de la metafísica, a Heidegger le ‘faltó el lenguaje’ (Sprachnot) para pensar el Ser; Gadamer y Derrida, cada uno a su modo, se enfrentan a la conceptualidad de la metafísica. Uno dejando que el texto hable, el otro jugando al juego de eludir lo ineludible. Y siempre de nuevo aparece el lenguaje como el gran problema de todo pensamiento radical.

 

Es cierto que en todo pensamiento crítico siempre se concitan presuposiciones metafísicas, ya que, aunque sea para criticar la tradición metafísica, sólo disponemos de un lenguaje, nuestro lenguaje que pertenece a la metafísica porque sobre él se funda. Poco sentido tiene prescindir de los conceptos de la metafísica para hacer que se tambaleen sus propias estructuras. El propio Derrida percibe también el problema cuando afirma que «no disponemos de ningún lenguaje ¾de ninguna sintaxis y de ningún léxico¾ que sea ajeno a esta historia; no podemos enunciar ninguna proposición destructiva que no haya tenido que deslizarse en la forma, en la lógica y los postulados implícitos de aquello mismo que aquella querría cuestionar»[46]. Es difícil escapar a cualquier intento de ruptura o ‘discontinuidad’ drástica, puesto que toda operación epistemológica que pretenda un corte radical se inscribe siempre en el viejo tejido que una y otra vez habrá que ir destejiendo en una acción casi infinita. No es posible, por tanto, «renunciar a esa complicidad de la metafísica sin renunciar al mismo tiempo al trabajo crítico que dirigimos contra ella»[47]. El crítico, consciente o inconscientemente, acoge siempre en su discurso las premisas de la metafísica en el momento mismo en que la denuncia. Por eso, Gadamer viene a insinuar una y otra vez a Derrida, con una cierta ironía, que su discurso, sin pretenderlo, sigue siendo también un discurso metafísico y, por lo tanto, logocéntrico, ya que él tampoco deja de habitar las estructuras de la propia metafísica. El éxito de la estrategia de Gadamer parece ser, entonces, el de iluminar una ausencia, una fractura del continuum; pero además, sigue creyendo que es imposible hablar de una forma distinta a como uno piensa. El hecho de que Derrida ponga al descubierto mediante la estrategia de la deconstrucción las fisuras y rupturas del edificio conceptual implica en cierta manera que sigue pensando dentro de la metafísica.

 

Además de este problema, presente tanto en la hermenéutica como en la deconstrucción, hay otra cuestión que suscita no poco recelo en Derrida. Se trata de la pretensión de universalidad de la hermenéutica de Gadamer. Para éste es fácil argumentar, desde su posición omniabarcante y globalizadora, que el decontruccionismo debería quedar fagocitado por la propia hermenéutica. Dallmayr[48], que siguió de cerca la polémica, destaca también las implicaciones político-culturales para la comprensión de la ‘globalización’ de la cultura, la comunicación política y la interacción entre las naciones. La hermenéutica de Gadamer, por una parte, nos invita a la comprensión de las culturas ajenas, pero el peligro se da cuando la mentalidad del que comprende trata de absorber e imponer a los otros su mentalidad occidental. La reconstrucción, por su parte, quiere ‘dislocar’ la confortable autoidentidad del indagador. No obstante, Gadamer seguirá insistiendo que con esta discusión «se le está planteando una nueva tarea al pensar, que requiere una nueva comprensión»[49]. Es posible que uno y otro se necesiten. Como dice Rorty poéticamente: «la vid dialéctica no podría engendrar racimos de haber un edificio en cuyas grietas pueda fructificar. Sin destructores no hay constructores. Sin normas, no hay excepciones. Derrida (al igual que Heidegger) no habría tenido nada que escribir de no haber una ‘metafísica de la presencia’ a superar»[50].

 

 

* Este trabajo ha sido publicado por primera vez en: Chantal Maillard y Luis E. de Santiago Guervós (eds) ,  Estética y hermenéutica. Departamento Filosofía Universidad de Málaga, Málaga, 1999, pp. 229-248.

 

 

 


 

[1]    Los textos de este encuentro, celebrado entre los días 25-26 de abril de 1981, fueron editados por Philippe Forget bajo el título Text und Interpretation. Múnich: Fink, 1984. Posteriormente fueron editados en lengua inglesa por Diane P. Michelfelder y Richard E. Palmer, bajo el título Dialogue & Deconstruction, SUNY, State University of New York Press, 1989 (Citaremos por la edición inglesa D&D). Recientemente también se han traducido los textos al español en el nº 3 de Cuaderno Gris, bajo el título Diálogo y Deconstrucción, Madrid: UAM, 1998, editado por Antonio Gómez Ramos (Citaremos esta edición con la siglas DyD). Una edición francesa acaba de aparecer en una obra dirigida por Fawzi Boubia y Philippe Forget, Transferts culturels et esthétique de la réception, París: Armand Colin, 1998.

[2]    La muy reciente publicación en español de la traducción de aquel debate corrobora esta sensación de actualidad.

[3]    H.-G. Gadamer, Destruktion un Dekonstruktion [DD], 1986, en Gesammelte Werke [GW], Tübingen,: J. C. B. Mohr, 1986-1995, 2, pp. 361-374, aquí p. 374. (tr. Verdad y Método [VM], II, Salamanca: Sígueme, 1991, pp. 349-359). Otros trabajos de Gadamer sobre el tema: Text und interpretation [TI], 1981, GW, 2, 1986, pp. 330-360 (tr. VM, II, pp. 310-348); Dekonstruktion und Hermeneutik, 1985, anteriormente publicado con el título Comments on Dallmayr and Derrida [DH], como réplica al artículo del profesor de la Universidad de Noter Dame, Indiana: «Hermeneutics and Deconstruction: Gadamer and Derrida in Dialogue»; Hermeneutik auf der Spur [HS], 1994, GW, 10, 1995, pp. 148-174; Dennoch: Macht des guten Willen [W], en P. Forget (ed.), op. cit., pp. 59-61 y D&D, pp. 55-57.

[4]    D&D, Tres preguntas a H.-G. Gadamer, p. 52.

[5]    W, en D&D, p. 55.

[6]    Una prueba de ello es la intervención de Derrida en el encuentro sobre una cuestión que se sale del terreno común de la discusión: «Interpréter les signatures (Nietzsche/Heidegger). Deux Question», en D&D, pp. 58-74.(Tr. DyD, pp. 49-64).

[7]    Cf. H.-G. Gadamer, Frühromantik, Hermeneutik, Dekonstruktivismus [FH], 1987, GW, 10, p. 125 (tr. H.-G. Gadamer, El giro hermenéutico [GH], Madrid: Cátedra, 1998, p. 57), lleva el título sugerido por Gadamer Hermeneutics and Logocentrism, pp. 114-125.

[8]    R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo. Madrid: Tecnos, 1996, p. 167.

[9]    Philippe Forget, Arguments, en D&D, p. 135. Una versión más amplia de este trabajo, en la que tienen en cuenta desarrollos posteriores, se encuentra en la reciente edición española DyD, pp. 195-228. En esta misma edición Patricio Peñalver, para quien «la diferencia entre las filosofías se juega finalmente en una diferencia de tonos», retoma esta idea en un trabajo titulado «Ruinas, chiboletes, prótesis», pp. 121-134.

[10]  R. Rorty, op. cit., p. 180.

[11]  «Der Universalitätanspruch der Hermeneutik», en Hermenutik und Ideologiekritik, Frankfurt: Suhrkamp, 1971 (La réplica de Gadamer en GW, II, pp. 219-231). Sobre el problema cf. J. Grondin, L’universalité del l’herméneutique. París: PUF, 1993.  

[12]  HS, en GW 10, p. 148 (tr. esp. 231).

[13]  Sobre el problema del método cf. Luis E de Santiago Guervós, Tradición, lenguaje y praxis en la hermenéutia de H.-G. Gadamer, Málaga: UMA, 1987 y «J. Derrida: hacia una transformación de la conceptualidad filosófica», en Estudios filosóficos, 42 (1993), pp. 101-122.

[14]  Cf. H.-G. Gadamer, «Die Grenzen der Beherrschbarkeit der Sprache: Das Gespräch als Ort der Differenz von Neostructuralismus und Hermeneutik», en D&D, p. 151 (tr. DyD, p. 89s).

[15]  DH, en GW, 10, p. 139 (tr. GH, p. 74). Sobre el legado de Heidegger en la hermenéutica de Gadamer cf. mi trabajo «Heidegger y la tradición filosófica en el pensamiento de H.-G. Gadamer», en La Ciudad de Dios, 199 (1986), pp. 197-208.

[16]  M. B. Pereira, ha estudiado el nexo que se da entre Bildung-Entbildung (formación-deconstrucción). La Destruktion heideggeriana tendría una cierta semejanza con una secularización de la ‘destrucción’ (Entbildung) del Meister Eckhart. Cf. «Hermeneutica e Deconstruçao», en Revista Filosófica de Coimbra, 6 (1994), pp. 249-255.

[17]  Cf. FH, en GW, 10, p. 132-133 (tr. GH, p. 66).

[18] DH, en GW, 10, p. 166.

[19]  J. Derrida, Psyché. Inventions de l’autre, Paris: Galilée, 1987, p. 390.

[20]  El nuevo Nietzsche fue diseñado en el Coloquio de Cerisy, La Salle, de junio de 1972, bajo el tema de Nietzsche aujourd’hui? Aquí Derrida traza su primera lectura de Nietzsche. Otros textos: Éperons. Les styles de Nietzsche. Paris: Flammarion, 1971 (tr. Espolones. Los estilos de Nietzsche, Valencia: Pre-textos, 1981); Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre. París: Galilée, 1984; «Interpreter les signatures (Nietzsche/Heidegger). Deux Questions», 1981, loc. cit.

[21]  Solamente dedica Gadamer un pequeño trabajo a Nietzsche: «Nietzsche der Antipode. Das Drama Zartustra», 1984, en GW, 4, pp.448-462. Sobre la importancia de Nietzsche par la hermenéutica cf. J. N. Hofmann, Wahrheit, Perspektive, Intgerpretation, Berlín: W. de Gruyter, 1994.

[22]  Cf. M. Heidegger, Nietzsche, Pfullingen: Neske, 1961, I, pp., 18-19.

[23]  J. Derrida, «Interpretar las firmas (Nietzsche/Heidegger). Dos preguntas», en D&D, pp. 58-59 (tr. DyD, p. 49).

[24]  J. Derrida, De la gramatología, Buenos Aires: Siglo XXI, 1971, pp. 19-20.

[25]  J. Derrida, Espolones, op. cit., p. 89.

[26]  J. Derrida, Escritura y diferencia, Barcelona: Anthropos, 1989, p. 400.

[27]  Cf. F. R. Dallmayr, en D&D, p. 82

[28]  DH, en GW, 10, p. 138 (tr., GH, p. 74).

[29]  Geoffrey H. Hartman, Saving the text. Literature/Derrida/Philosophy. Baltimore: Johns Hopkins Univ. Press, 1981, p. 28.

[30]  DH, en GW, 10, p. 143 (tr., GH, p.79).

[31]  DD, en GW, 2, p. 365 (tr. VM II, p. 353).

[32]  DH, en GW, 10, p. 144 (tr., GH, p. 80).

[33]  Ibidem.

[34]  Ibidem, p. 145 (tr., p. 81).

[35]  Ibidem, p. 147 (tr. nuestra).

[36]  Para Gadamer la genialidad de Heidegger fue el retrotraer a su sentido literal los conceptos de la metafísica y sacar consecuencias significativas del sentido etimológico de las mismas. Por eso Heidegger llega a utilizar la etimología hasta extremos verdaderamente insospechados, inaugurando un lenguaje de neologismos y “palabras primordiales” que expresarían cabalmente y de una manera fehaciente la experiencia del mundo de los primeros filósofos griegos.

[37]  HS, en GW, 10, p. 157 (tr. DyD, p. 238). Cf. J. Derrida, Escritura y diferencia, op. cit., p. 387.

[38]  DH, en GW, 10, p. 142 (tr., GH, p.78).

[39]  Cf. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus, p. 216.

[40]  De la Gramatología, op. cit., p. 202.

[41]  TI, en GW, 2, p 341 (tr. VM II, p.329).

[42]  FH, en GW, 10, p. 136 (tr. GH, p.70).

[43]  Cf. DH, en GW, 10, p. 141 (tr. GH, p. 76s).

[44]  J. Derrida, De la gramatología, op. cit., p. 32.

[45]  Cf. HS, en GW, 10, p.157 (tr. GH, p.92).

[46]  J. Derrida, Escritura y diferencia, op. cit., p. 386.

[47]  Ibidem, p. 387.

[48]  Cf. D&D, p. 91.

[49]  HS, en GW, 10, p.149 (tr. GH, p. 86).

[50]  R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo, op. cit., p. 180.