LA FILOSOFIA HERMENEUTICA DE LA MEMORIA EN LA OBRA DE EMILIO LLEDÓ

 

 

 

Luis Enrique de Santiago Guervós

Universidad de Málaga

 

 

 

                        De acontecimiento filosófico podría considerarse la publicación del primer libro, fruto de la también primera tesis doctoral, sobre la obra filosófica de Emilio Lledó: Emilio Lledó: una filosofía de la memoria  (Salamanca: Editorial S. Esteban, 1997, 312 páginas), obra del joven investigador vallisoletano Joaquín Esteban Ortega. Se trata de  una obra que abre la investigación a un pensamiento fecundo que poco a poco ha ido hilvanando una filosofía muy actual y sugerente, que desde posiciones contemporáneas ha sabido integrar la memoria del pasado en un presente aparentemente caótico al que ha sabido llenar de futuro. No cabe duda que nos encontramos ante lo que podríamos llamar el «primer eslabón» de una cadena de interpretaciones, que presumiblemente irán descubriendo la riqueza oculta del pensamiento de un filósofo español al que todavía no se le ha prestado la suficiente atención que su obra merece.

 

                        Escribir una obra sobre un pensador que todavía vive, con una presencia muy activa en el ámbito de la filosofía española y que sigue desarrollando su línea de pensamiento, es siempre una tarea  arriesgada  y comprometida. Primero, porque no se da prácticamente esa distancia objetiva que necesita el interprete; segundo, porque siempre cabe la posibilidad de que el propio autor se considere mal interpretado y pueda rectificar los malentendidos que se produzcan en el proceso interpretativo. En este caso concreto, la soledad del texto no es tan radical, pues siempre se puede recurrir a la intención del autor para iluminar el sentido de la escritura. No obstante, es sumamente positivo que alguien, en este caso Joaquín Esteban, haya comenzado a articular la estructura de un pensamiento que desde hace casi cuarenta años ha estado presente en los principales foros del debate filosófico actual. Y lo ha hecho en «solitario», sólo frente al texto, sin intermediaciones del propio autor, atento a lo que hablaba y le decía el texto, revitalizándolo a través de una penetrante lectura y de una nueva escritura.

 

                        Encontrarse frente a frente con el primer libro, producto de una tesis doctoral, también la primera,  que trata de radiografiar la trayectoria y los resortes ocultos de los productos filosóficos de una vida intelectual, tiene que provocar en un autor que todavía tiene mucho que decir una cierta curiosidad, pero también una cierta inquietud. Entre otras razones, porque una radiografía de estas características supone la violación de un espacio intelectual que lo sentimos como propio e íntimo, ese «misterioso subsuelo desde el que se construye la obra literaria»[1] y, por otra parte,  por la posible y verosímil conclusión de que el autor pueda ser comprendido mejor por otro de lo que el mismo se comprende, como rezaba el principio de la hermenéutica romántica. Pero también tiene que ser chocante, para quien ha defendido la independencia y consistencia del texto, contemplar públicamente cómo el silencio de la escritura, la exiliada escritura, mediante el poder de la palabra, ha hecho revivir y alentar su memoria Joaquín Esteban «con tanto cuidado y sabiduría». En la presentación de la obra en la Universidad de Valladolid, hace unos meses -el 16 de enero -, ciudad en la que Lledó comenzó en un Instituto su tarea docente en 1962, confesaba con sencillez, que este estudio no solamente le había hecho «entender cuestiones fundamentales de la filosofía contemporánea», sino que también le había permitido «entenderme mejor a mí mismo y entender mejor el camino de lo que aún queda por hacer».

 

                        Con este breve escrito pretendo, por una parte, glosar desde las páginas de la obra de Joaquín Estaban lo que constituye la esencia de la filosofía de Lledó: una filosofía hermenéutica de la memoria. Por otra parte, quisiera contribuir, mediante esta interpretación de una meritoria interpretación, a delimitar el armazón sobre el que se sustenta el pensamiento de la memoria, en una época que duerme el sueño dogmático del olvido y le duele su propia memoria. 

 

 

 

I

 

                        Los pilares sobre los que se sustenta la filosofía de la memoria de Emilio Lledó son: por una parte el lenguaje, que va trazando los surcos que forman la red de nuestro «modo de ser en el mundo». Por eso conviene enmarcar la filosofía de Lledó en ese campo de la actividad filosófica que trata de salir de la crisis en torno a los años cincuenta de nuestra época.«La segunda mitad de nuestro siglo veinte -dice Lledó en uno de sus primeros libros- va a significar el despertar de la conciencia lingüística»[2]. Y es que, realmente, en aquellos momentos se pensaba, como ya anteriormente lo había intuido Nietzsche, que es el lenguaje el que puede dinamizar de una forma creativa el pensamiento filosófico, mediante la fuerza de la palabra. Y esto, sencillamente, porque el lenguaje es el más radical de los problemas filosóficos.

 

                        El otro camino por el que discurre la filosofía de la memoria, como matriz estructurante y subyacente, es la hermenéutica filosófica de H.-G. Gadamer[3]. La presencia de Gadamer en la obra de Lledó tiene unas características y semejanzas respecto a la presencia de Heidegger en la obra del propio Gadamer. Es cierto que Gadamer rotula la tierra fecunda de un pensamiento como el de Heidegger[4], provocando con su palabra el florecimiento del pensamiento no dicho de su maestro. Lledó también cultiva con esmero las ideas de su maestro: la concepción hermenéutica del lenguaje, la historicidad de la comprensión, la pertenencia a una tradición, la rememoración y el reconocimiento del pasado, etc. Pero estos dos elementos, el lingüístico y el hermenéutico, estarían huérfanos sin la presencia de Platón.

 

                        En este contexto la gran originalidad de Joaquín Esteban está, precisamente, en haber entablado un diálogo a tres bandas entre Gadamer, Lledó y él mismo. Es decir, ha querido analizar el significado profundo de la memoria -concepto clave en la filosofía de Lledó-, sirviéndose de la hermenéutica filosófica de Gadamer como instrumento interpretativo. Parece como si se quisiese hacer comprender al discípulo a través del maestro. transformando la hermenéutica de Gadamer en una filosofía hermenéutica de la memoria. Este es el hilo conductor que le ha permitido al autor abrirse paso entre las distintas obras de Lledó y a través del cual articular y repensar con él su filosofía de la memoria para actualizar el espacio común del logos. La memoria, por lo tanto, constituye el fundamento de nuestro lenguaje -es aquí donde verdaderamente «resuena» la memoria-,el ámbito en el que se expresa la vida, la que hace posible la apertura y la proyección hacia nuevas experiencias.«Es, efectivamente -dice Lledó-, la memoria la que permite esa “ampliación” de lo vivido, y es el lenguaje el que descubre esa honda resonancia de la intimidad, que alcanza, en nuestra propia historia, la historia de los otros hombres»[5].        

                         

             Es sobre estos pilares sobre los que a juicio de Joaquín Esteban[6] se eleva la estructura del edificio intelectual, en el que la memoria ocupa el foco principal desde el que se iluminan otros campos. Y de éstos, tal vez el que ha sido más determinante en el desarrollo del pensamiento de Lledó es el pensamiento platónico mediado, fundamentalmente, por los estudios hermenéuticos iniciados junto a Gadamer, y que generaron un diálogo permanente con el platonismo. Se puede decir, sin exageraciones, que todo el pensamiento de Lledó se encuentra mediatizado por Platón y por el tamiz hermenéutico que aprendió de su maestro H.-G. Gadamer en sus años de estudiante en Heidelberg. Sólo basta con echar una ojeada a sus publicaciones, sobre todo aquellas que marcan un hito en el desarrollo de su pensamiento.

 

            Preso bajo ese interés de Platón subyace en un estrato más profundo su interés por el lenguaje, que va deslizándose, primero por un interés filológico, después por las implicaciones hermenéuticas del mismo y, finalmente, alcanza su cenit en la necesaria subjetividad del logos.  En su obra de 1970, Filosofía y lenguaje[7], en un momento en que el lenguaje textual se había convertido en objeto científico de la ciencia lingüística, Lledó reivindica el texto como paradigma de la expresividad lingüística de la memoria, tratando de superar (a modo de «epojé terminológica»[8]) los excesos de cientificismo y formalización en los que se habían sumido las filosofías del lenguaje de cuño más positivista, promoviendo la conciencia histórico-lingüística del que habla e interpreta. Lledó estaba ya entonces convencido de que fuera de la estructura lingüística no queda ya nada que podamos llamar «problema filosófico», pues el problema filosófico, en última instancia, queda circunscrito al ámbito de su expresión. Pero, sin embargo, detrás de ese lenguaje conceptual que recibimos como legado de nuestras tradiciones, siempre descubrirá el filósofo el horizonte de la historia y de la memoria.

 

              Hay que señalar, sin embargo, que la filosofía del lenguaje de Lledó no se queda solamente en esa perspectiva subjetivista del lenguaje, sino que  va más allá, tomando también como base la tradición humboldtniana, para la cual el lenguaje es energeia; es decir, el lenguaje, como había dicho con anterioridad el propio Heidegger, también «habla» (Die Sprache spricht), y lo hace desde el silencio donde se oculta su originalidad hasta el trascenderse en lo más inmediato del discurso y en la mediatez de la escritura, hasta proyectarse en un tiempo que Lledó llama «memoria del futuro». «El tiempo- dice J. Esteban- ya no sólo es el determinante de la historicidad lingüística, sino que ahora es también entendido como un espacio ontológico intersubjetivo hacia el que se proyecta la esperanza de la memoria en el ethos del logos»[9].

 

             Por último, hay que señalar que en esa reivindicación del logos  de la memoria hay un componente ético muy acusado en la obra de Lledó[10]. El contacto directo con Platón y su dimensión práctica de la filosofía a través del diálogo comunicativo y el influjo de la dimensión práctica de la filosofía aristotélica desde la phronesis,  ponen de relieve su interés por la dimensión ético-comunicativa del lenguaje y del saber práctico.

 

II

 

            La primera demarcación que hay que tener en cuenta a la hora de perfilar la filosofía de la memoria, y en esto Lledó parece seguir las pautas de Gadamer en relación a la hermenéutica, es la reivindicación ontológica de una memoria que trasciende los límites de una memoria entendida en un sentido metodológico[11].La filosofía hermenéutica de la memoria tiene que contemplar como un presupuesto necesario que no todo lo que es puede ser objeto de ciencia. Siempre hay que ir más allá de la visión parcial que nos ofrece la verdad instrumental o tecnológica. Por eso, cuando se reivindica, como lo hace Edgar Morin, una «ciencia con consciencia», es decir una ciencia con memoria, con historia, se está abriendo un camino a la racionalidad de la ciencia y hacia la superación de formas y comportamientos que atentan contra los principios del ser humano. Para Lledó, la racionalidad es siempre un producto de la «memoria del logos», y no, precisamente, su olvido.

 

            Por lo tanto, uno de los presupuestos fundamentales de la filosofía hermenéutica de la memoria es la exigencia de que la ciencia reconozca sus propios límites; que hay experiencias que anteceden a los planteamientos puramente científicos; y que cualquier conceptualización que entraña la racionalidad científica debe admitir las fisuras a través de las cuales se deja ver la experiencia de nuestra memoria, es decir, nuestra interpretación lingüística e  histórica del mundo. Introducir la «memoria de la palabra» ha sido, justamente, una de las tareas más productivas del proyecto filosófico de Lledó desde el principio. El poder de la palabra no radica en su formalización o conceptualización, sino en su historia. «El sentido de un término -decía Lledó- no es más que la historia de su constitución»[12].

 

            Hay, pues, en el proyecto inicial de una filosofía de la memoria un intento de tratar de superar la dureza y fosilización semántica de las palabras, y una intención clara de «desenmascarar» el origen de la conceptualización  de las palabras filosóficas[13]. Es un intento de recuperar la memoria y superar el autoolvido en el que se ha visto inmerso el hombre occidental en relación a su origen. En esa búsqueda casi «arqueológica» de los estratos ontológicos del significado de las palabras es donde realmente acontece el verdadero logos de la memoria. De esta forma, la vida se convierte en un ámbito lingüístico y hermenéutico en el que acontece la memoria, sobre todo, en la palabra que es revitalizada bien mediante el diálogo que somos o a través de la lectura. Por eso, para Lledó la filología tiene una importancia particular, junto a la hermenéutica, pues una y otra contribuyen a superar el olvido y recuperan todo el bagaje semántico de la palabra que tiene en cuenta la historia, el orden social y religioso, la economía, la política, etc. Se puede decir, entonces, que en la filosofía de la memoria de Lledó se da un terreno fértil del que brota el logos, porque la memoria es lenguaje, se expresa mediante la palabra, y esta lingüsiticidad de la memoria es lo que lleva al propio Lledó a afirmar ontológicamente que «ser es, esencialmente, ser memoria»[14]. De ahí que el propio Joaquín Esteban entienda esta filosofía hermenéutica de la memoria no como una filosofía gnoseológica sobre facultades, ni una ciencia histórica, sino «como ese sustento ontológico y lingüístico mediante el cual el hombre consigue reconocerse en lo que es para construir creativamente su propia vida»[15]. En este sentido, la memoria es expresividad, quehacer, fundamento de sentido. 

 

            Otro de los pilares sobre los que se apoya la filosofía hermenéutica de la memoria es el diálogo platónico. En primer lugar, es necesario liberar a Platón de la red terminológica en la que ha quedado atrapado. Y esto se consigue mediante el análisis filológico de los discursos platónicos, para, después, poder dialogar y participar en el mismo diálogo. Joaquín Esteban piensa que en la filosofía de la memoria de Lledó se consolida lo que él denomina un platonismo hermenéutico, es decir, una lectura hermenéutica del pensamiento platónico que con tanto acierto llevó a cabo H-G.Gadamer[16].Para Platón, como ya es sabido, el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma. A Lledó le interesa sobre todo poner de relieve, mediante la dimensión hermenéutico-dialógica del platonismo, la estructura dialógica del logos. Aquí estaría ese fundamento ontológico, pues el logos  se constituye realmente en el diálogo y la forma esencial de su realización es el lenguaje. «El lenguaje -dice Lledó- es la base desde donde se alza la anámnesis, porque el logos significa no sólo expresión, sino también fundamento»[17]. El platonismo hermenéutico, por tanto, determina un ámbito lingüístico en el que el hombre queda envuelto. Pero Lledó considera insuficiente esta vía, pues la memoria del logos habla también desde el orden práctico, es decir, desde la experiencia y desde la vida. Por eso, trata de establecer una relación entre el saber práctico aristotélico, la phronesis, y la memoria, pues para él la phronesis es un modelo de practicidad lingüística que adquiere su verdadero significado en el mundo de la expresividad, de la memoria. El saber hermenéutico de la phronesis es un saber de mediación, de pertenencia a la comunidad y a la historicidad lingüística, y hace que el ser hermenéutico de la memoria alcance su especificidad lingüística.

 

 

III

 

           

            Lledó, siguiendo las pautas que marcaron tanto la filosofía de Heidegger como la de Gadamer, introduce también como elementos constitutivos de la filosofía hermenéutica de la memoria la historicidad y la temporalidad. El tiempo de la historia se identifica con el tiempo de la memoria. La peculiaridad de este proceso es que en realidad es el lenguaje el que sintetiza la forma en que nos acercamos a la historia, puesto que el lenguaje es el mediador de la temporaliad entre lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos. De esta forma «pasado, presente y futuro determinan las especificaciones de la propia procesualidad ejecutiva de la memoria»[18]. Ese carácter procesual de la memoria, que determina la limitación humana y su trascendencia hacia el tiempo del otro, tiene su fundamento en el potencial ontológico de la energeia del logos. Por eso, el presente sólo puede legitimarse desde la memoria, de tal manera que cuando consideramos nuestro momento presente como el pasado que hemos sido, lo que hacemos en realidad es activar el sentido de lo que es nuestra propia historicidad. La memoria transforma el tiempo en historia. Este carácter procesual de la memoria, que trata continuamente de plenificarse, permite analizar a Lledó los distintos ámbitos de dicho proceso, es decir, la interioridad o subjetividad.

 

            Lledó trata de sintetizar la dimensión de la interioridad y lo hace mediante lo que él ha llamado una «ontología de la subjetividad», que subyace a su filosofía hermenéutica de la memoria. En este caso concreto, los partners del diálogo son Gadamer y Kant. Gadamer, en su filosofía hermenéutica, había abierto de la mano de Heidegger una consideración histórica y ontológica de la subjetividad, desconstruyendo y superando los modelos epistemológicos de la subjetividad moderna, y al mismo tiempo dejando a un lado los absolutismos subjetivistas. Pero Lledó trata de ir más allá. En primer lugar, piensa que es necesario recuperar el olvido actual del sujeto, activado sobre todo desde las posiciones estructuralistas del pensamiento filosófico francés («la muerte del sujeto»). Y para ello se apoya en la elaboración gnoseológica del sentido y en la dimensión especulativa de la intimidad; y por otra parte, en la proyectividad del sujeto, es decir, en que nuestras aspiraciones de ser se apoyan en lo que somos por haberlo sido. En segundo lugar, Lledó es capaz de hallar en Kant la dimensión de lo histórico en lo subjetivo, mediante un alarde interpretativo: ver el contenido de la razón práctica en el contenido de la razón pura[19], o en otros términos, considerar el problema de la consciencia como una consciencia lingüística. Así pues, el camino del conocimiento se abre con la experiencia del lenguaje, porque la percepción del lenguaje supone también la percepción de la memoria:«el conocimiento viene, pues, de esa memoria que el lenguaje, constitutivamente, es y de aquello que el lenguaje ha ido sedimentando en el suelo de su propia consciencia»[20]. Por eso la subjetividad que somos es una subjetividad lingüística, puesto que el lenguaje se constituye en ese ámbito envolvente  o -como diría Gadamer- «medio en» (Mitte) el que se conectan ontológicamente subjetividad y objetividad. De este modo la consciencia no es algo estrictamente trascendental, sino que es definida por lo histórico, por la experiencia, por la memoria. El sujeto está construido con la materia del pasado y se consolida en la intimidad de la memoria y el lenguaje. Pero, en este sentido, toda memoria es un «hacerse» continuo y ese carácter procesual de la mismidad es lo que que determina la intimidad subjetiva.

 

            De este modo, señala Joaquín Esteban, se afirman las claves de la ontología de la subjetividad o de la ontología de la memoria[21], pues para el propio Lledó el ser es memoria, es decir, «construcción consciente de una realidad interior, que configura la sustancia histórica sobre la que se alza su argumento cada vida humana»[22].Pero esa construcción es fundamentalmente lingüística, porque somos sobre todo seres lingüísticos. La aplicación de la razón es imposible sin el lenguaje, ya que con la lengua se transmite un mundo, un modo de pensar, «todo ese mundo que definirá nuestra propia existencia y será guía de las actitudes que tomemos en nuestra relación con lo real»[23]. Por eso, Lledó se une a la tradición que afirma la unidad de pensamiento y lenguaje, o en términos gadamerianos, a la universalidad de la lingüisticidad del pensamiento[24], con lo cual el lenguaje deja de ser un mero instrumento de expresión. En este contexto, sin embargo, Lledó no deja de reivindicar también, frente al excesivo peso que Gadamer otorga a la determinación de la tradición, el poder creativo de la reflexión, propio de una subjetividad. De tal manera que no se puede decir que el lenguaje se cierre a su poder de decir siempre algo nuevo, sino más bien permanece inexorablemente abierto al futuro de la memoria.

 

 

IV

 

            Uno de los aspectos más importantes en el desarrollo de la llamada filosofía hermenéutica de la memoria se centra en la objetivación escrita de la memoria, que da entidad a la subjetividad. Para Lledó, la escritura es la transmisora de la cultura y de la experiencia, el ámbito en el que se consolida la memoria individual, el nuevo rostro de la memoria. Supone, por lo tanto, el tránsito de la proyección subjetiva de la memoria a su proyección objetiva. A la escritura dedica Lledó dos de sus últimas obras[25] como una posible reacción a la condena platónica de la escritura y, al mismo tiempo, como una toma de posición frente al antilogocentrismo y desconstruccionismo militante que se parecia en la filosofía francesa actual (J. Derrida, S. Kofman, etc.). No obstante, desde el punto de vista de la hermenéutica, la escritura, las obras fijadas por escrito, constituyen su objeto más propio. Lledó, lo mismo que Gadamer, defiende la autonomía de la obra escrita en relación con su creador, lo que implica, por una parte, abrir desde el tiempo silencioso de lo escrito el otro tiempo de la escritura, que es el tiempo del lector.«El lógos escrito (lógos gegramménos), no es lógos si no recibe el tiempo del lector»[26]. De este modo se produce la apertura hacia las infinitas formas de decir que determinan la finitud de nuestra propia existencia y al mismo tiempo el diálogo infinito que el futuro ofrece a los innumerables lectores. «Con la escritura -afirma Lledó-, la memoria alcanza un grado superior de intersubjetividad que aquel que se manifiesta en el inmediato diálogo del hombre con otro hombre, o del hombre consigo mismo»[27].

 

            La escritura, por lo tanto, no se puede entender sin tener en cuenta al lector, como hace Derrida. Pero el lector, no es algo abstracto en relación con el texto, sino un ser «situado», con su propio horizonte que se abre al mundo y ofrece, al mismo tiempo, su propia memoria, abriendo siempre nuevas dimensiones de sentido. Aunque la escritura sea algo «silencioso», es ese silencio lo que le permite abrirse a nuevas interpretaciones que contribuyen a formar esa cadena efectiva que configura nuestra tradición. «La escritura -añade Lledó- no dice siempre lo mismo, porque el lenguaje, al ser incorporado a otra consciencia, se refleja en perspectivas diferentes y se renueva en la reflexión de aquel con quien habla»[28]. De nuevo se aproxima Lledó aquí a las pautas de la dialéctica del «oir», que Heidegger elaboró para dar una respuesta a las interpelaciones del ser, y que Gadamer concretó en la dialéctica de preguntas y respuestas como elemento vivificante del texto escrito y fundamento de una lógica dialógica. La filosofía hermenéutica de la memoria redescubre así la textualidad del logos, y frente a las actitudes desconstruccionistas sostiene la primacía de la pregunta, pues el texto escrito nos obliga siempre a preguntar y a seguir preguntando, yendo más allá del propio texto.«Al preguntar al texto, la memoria que se levanta como fruto de una biografía, se pregunta también a sí misma»[29]. Es por lo tanto acertada la interpretación de Joaquín Esteban cuando afirma, al analizar la textualidad del logos, que Lledó se sitúa aquí en el contexto de la «efectualidad histórica» gadameriana y en el ámbito hermenéutico de las mediaciones lingüísticas[30].

 

            Es, en definitiva, en el lenguaje donde se consolida la experiencia humana, donde se acrisolan las realizaciones históricas de los hombres, como elemento privilegiado de mediación que une el pasado y el presente. El lenguaje se hace historia, y en cuanto tal las palabras nos hablan desde el pasado y son transformadas germinativamente desde la propia subjetividad del lector, que rescata la fuerza semántica de la palabra. De esta forma, la búsqueda del sentido de las palabras se convierte en una tarea de especial importancia para el pensamiento y para la filosofía hermenéutica de la memoria, pues el sentido hay que entenderlo como un acontecer que se manifiesta y se oculta, lo cual demuestra a la vez la finitud de la memoria del sujeto humano. En este contexto es importante tener en cuenta lo que los alemanes llaman la Begriffsgeschichte, o «historia de los conceptos», recurso hermenéutico mediante el cual es posible rescatar el valor semántico de las palabras de la instrumentalización a la que han sido sometidas por el pensamiento. No obstante, Lledó, como sostiene Joaquín Esteban[31], se distancia aquí de Gadamer al defender el papel constituyente de la subjetividad en la elaboración del sentido.«Sin esa memoria interior -dice Lledó- que anima el “recordatorio” de la letra, no habría sentido alguno, ni voz alguna que hablase en el hombre»[32]. De ahí que la memoria lingüística se entienda como criterio de conocimiento, ya que, según había apuntado Gadamer como uno de los fundamentos de su hermenéutica filosófica, «el ser que puede ser comprendido es lenguaje»[33]. No hay comprensión fuera del lenguaje y fuera de la tradición que la constituye, así como tampoco  hay experiencia filosófica que se realice fuera del lenguaje. Pero tampoco olvida Lledó que el logos que se manifiesta como escritura sirve para enmarcar adecuadamente con todas sus consecuencias el problema de la intersubjetividad, o de la memoria compartida. 

 

              La escritura y el lenguaje son contemplados también por Lledó en el ineludible horizonte de la moral, sin el que el hombre no tendría sentido hablar de futuro para el hombre. En una de sus últimas obras, Memoria de la ética[34], viene a decir que a la hora de construir una teoría ética no basta con atender al obrar humano, sino que «hay que analizar también el lenguaje en el que se expresa ese “hacer”, y contrastarlo con lo que hicieron, de ese lenguaje, los que pensaron antes»[35]. El discurso escrito, en cuanto vehículo del pensamiento, adquiere inexorablemente una dimensión y resonancia colectiva, pero donde el logos consigue desplegar toda su potencialidad es en la intersubjetividad dialógica que conlleva toda experiencia hermenéutica. La esencia del diálogo es la apertura hacia el otro y las palabras se abren al espacio de la comunicación y crean el espacio común del logos. «Es el lenguaje -dice Lledó- el que permite esa salida hacia el otro, hacia la solidaridad de la inteligencia, hacia la comunidad del entender y proponer»[36]. Y nos encontramos con que es precisamente en el diálogo donde participan dos memorias, con un logos  común, pero dicha participación hermenéutica no significa que los interlocutores activen ellos mismos el poder comunicador de su memoria, sino que es el propio diálogo el que constituye, mediante la actualización, a la propia memoria. El logos mismo engendra desde sí mismo ese diálogo en virtud de la apertura que lo hace inagotable, ya que  no expresa el sentido de una vez por todas. Por último, Lledó recurre a la belleza platónica en su genuina dimensión ética: la belleza interior que se presenta sobre «el suelo de la memoria». Esa belleza interior, que es el amor a uno mismo, aglutina los valores eternos de justicia, solidaridad, y verdad, que la memoria puede reivindicar y aplicar en momentos concretos de la vida.

 

            Y al final, el modo de ser de la memoria es trascender, «memoria del futuro», porque el ser de la memoria es devenir, acontecer, y en cuanto tal manifiesta una potencialidad que se proyecta para incrementar el ser que ya somos. Y de nuevo es en esa dimensión lingüística de la escritura en la que mejor se refleja la aspiración ontológica del seguir siendo, porque «la escritura expresa, por consiguiente, esa ampliación del tiempo que, al proyectarse hacia el futuro, crea pasado»[37], y a la vez crea los espacios en el que se mueve el presente. Con ello Lledó viene a cerrar si no el círculo, si al menos el sentido de la memoria que abriría de esta forma siempre nuevos horizontes. Pero mientras tanto él mismo seguirá reflexionando y pensando la memoria, «porque -como él dice- seguir reflexionando desde la memoria es no sólo una profesión de fe sobre la historia humana, sino también la ilusión por esforzarse en desbrozar las posibilidades creadoras de futuro»[38]  

 

 

  

 


 

[1]              Prólogo a la obra de Joaquín Esteban Ortega: Emiio Lledó: una filosofía de la memoria. Salamanca: Editorial S. Esteban, 1997, p. 15.

[2]              Filosofía y Lenguaje. Barcelona: Ariel, 1974, p. 55 (primera edicción de 1970; posteriores: 1983, 1995, con un nuevo prólogo).

[3]              No hay que olvidar que la larga estancia de Lledó en Heidelberg, de 1952 a 1962, le sirvió para adquirir una formación filosófica profunda bajo el magisterio de Gadamer y Löwith; sin olvidar su sólida formación filológica adquirida con los profesores Regenbogen y Dirlsmeier. El propio Gadamer lo nombra como uno de sus discípulos en «Autopresentación de Hans-Georg Gadamer(1977)», en Verdad y Método II, tr. M. Olasagasti. Salamanca: Sígueme, 1992, p. 389.

[4]              J. Habermas hablaba de que Gadamer había conseguido «urbanizar» la inhóspita región de Heidegger. Cf. «Urbanisierung der Heideggerschen Provinz.Laudatio auf Hans-Georg Gadamer», en Das Erbe Hegels. Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1979, p.9ss.

[5]              Memoria de la ética. (Una reflexión sobre los orígnes de la theoría moral en Aristóteles).  Madrid: Taurus, 1994, p. 40.

[6]              Op. cit.., p. 20.

[7]              Barcelona: Ariel, 1970.

[8]              Éste es el término que acuña Joaquín esteban para explicar el ejercicio de desanquilosamiento semántico y el exceso de formalización sobre el término. Cf. op. cit.,  p. 23.

[9]              Op. cit.,  p. 24. Lledó, en su obra Lenguaje e Historia (Barcelona: Ariel, 1978), destaca ya el tema de la historicidad del logos.

[10]             Piénsese, por ejemplo, en los trabajos de contenido ético y filosófico-práctico que ha publicado Lledó en sus últimos años: El epicureismo (Una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad). Barcelona: Montensinos, 1984; Memoria de la ética , ya citada, y numerosos artículos  sobre el tema.

[11]             Sobre la reivindicación de formas de experiencias que trascienden los límites impuestos por la ciencia en el contexto de la hermenéutica de Gadamer, cf. mi libro: Tradición, lenguaje y praxis en la hermenéutica de H.-G. Gadamer. Málaga: Serv. Pub. Univ., 1987.

[12]             Filosofía y lenguajeop. cit., p. 53.

[13]             Esta es también una tarea a la que consagró Nietzsche brillantes páginas de sus escritos, sobre todo en su escrito póstumo Verdad y mentira en sentido extramoral.

[14]             El silencio de la escritura. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1991 y 1992,  p. 10.

[15]             Op. cit., p. 91.

[16]             Gran parte de la obra de Gadamer está dedicada a la interpretación de Platón. Cf. Gesammelte Werke,  Tomos, 5(1985), 6(1985), 7(1991). Tübingen: J.C.B. Mohr. No hay que olvidar que el propio Gadamer se considera a sí mismo como un «viejo platónico»

[17]             La memoria del logos. (Estudios sobre el diálogo platónico). Madrid: Taurus, 1984, p. 136.

[18]             Joaquín Esteban, op. cit.,  p. 141.

[19]             Lledó se ocupa de este tema en un trabajo que publica en la revista Sistema  57(1983), pp.  3-18, bajo el título «Razón prática en la razón pura.(Una lectura de la “metodología trascedental”». Cf.Joaquín Esteban, op. cit., p. 174ss.

[20]             El surco del tiempo. (Meditacionews sobre el mito platónico de la escritura y la memoria). Barcelona: Crítica, 1992, p. 161.

[21]             Op. cit., p.  187.

[22]             El silenciao de la escritura. , op. cit., p. 95.

[23]             «Emilio Lledó: El sentido de los clásicos», en F. Arroyo, La funesta manía. Conversaciones con catorce pensadores españoles. Barcelona: Crítica. 1993, p. 114.

[24]             Lledó mantenía ya estas tesis en su primera obra, Filosofía y lenguaje,.

[25]             El surco del tiempo.(Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria  (1992) y El silencio de la escritura (1991), obras citadas.

[26]             El surco del tiempo, op.cit.., p. 95.

[27]             Ibid.,, p. 52.

[28]             El surco del tiempo, op.cit.,  p. 117.

[29]             El silencio de la escritura, op. cit.,  p. 102.

[30]             Ibid.,  p. 227.

[31]             Ibid., p. 242.

[32]             El surco del tiempo, op. cit., p. 97.

[33]             Hans-Georg Gadamer, Verdad y Método, tr. A. Agud y R. Agapito. Salamanca: Sígueme. 1977, p.567.

[34]             Memoria de la ética , op. cit.

 

[35]             Ibid., p.49.

[36]             «Sympháteia e historia del logos», en Ética día tras día: Homenaje al profesor Aranguren en su ochenta cumpleaños. Madrid: Trotta, 1991, p.265.

[37]             El surco del tiempoop. cit., p. 195.

[38]             Prólogoop. cit. , p. 18.