África ha despertado, desde tiempos inmemoriales, la curiosidad de otras culturas y civilizaciones y ha suscitado el interés de sociedades y agrupaciones humanas de todo género: financieras, religiosas, filantrópicas o científicas. Pero curiosidades e intereses no siempre se han acompañado de nobles intenciones, y aun cuando lo han hecho, los resultados, con demasiada frecuencia, han sido, cuanto menos, cuestionables.


Tras los a veces dolorosos procesos de descolonización -en muchos casos, abandono sin paliativos de las colonias-, de forma más aguda durante las dos últimas décadas del siglo pasado y los primeros años del XXI, algunas regiones del continente se han transformado en grandes viveros espirituales para grupos fundamentalistas de diversa índole, en una fuente de ingresos sin precedentes para los señores de la guerra -independientes o subcontratados por agencias gubernamentales- y en una amplia y fértil reserva de alimentos para las potencias emergentes, que, ejerciendo una forma de colonialismo más sutil y refinada, están procediendo a un nuevo reparto del suelo africano.


De este modo, África ha mutado en una extensa región geográfica que cuenta con unos índices de desarrollo humano situados sensiblemente por debajo de los umbrales de pobreza, notablemente inferiores a la media mundial y, una vez más, considerablemente alejados de la seña de identidad de las viejas metrópolis, de los estándares del Estado Social de Derecho.


África es una realidad de realidades repleta de matices, contrastes y contrariedades, una de las pocas áreas geográficas en las que perviven y se condensan todas las eras por las que ha transcurrido la humanidad. Alberga, como ningún otro un continente, una considerable variedad de culturas y civilizaciones, cosmovisiones y estilos de vida –no todos igual de respetables; algunos, incluso, refractarios al pacto internacional por los Derechos Humanos-. Cuenta con recursos naturales en abundancia y con amplias y fértiles extensiones de terreno que, cultivadas sabiamente, podrían abastecer al total de la población. Y dispone de un potencial humano sin parangón, con individuos y grupos de personas con energía e ilusión, dispuestos a correr tras la promesa de lo imposible y la posibilidad de lo inverosímil: Un futuro al alcance la mano, más justo, más libre y más solidario.


Buenos testimonios de esto último son, entre otros, los miles de personas que, día a día, sigilosa y humildemente, bregan porque África eleve su techo de posibilidades y aspiraciones y se adueñe de un futuro prometedor. También lo son, por ejemplo, los políticos, intelectuales y activistas africanos de distinta índole que, durante el último medio siglo, han sido galardonados con el Premio Nobel de la Paz. Todos ellos comparten, además del motivo por el que fueron reconocidos, por conceder a la educación y la cultura un lugar privilegiado en todo programa que pretenda transformar el mundo y hacer del mismo lugar más habitable. Wangari Maathai dijo que “es importante aportar nuevas ideas e iniciativas que puedan hacer un África mejor”. Nelson Mandela, por su parte, estaba persuadido de que la educación “es el arma más poderosa para cambiar el mundo” y de que es a través de ésta “como una hija de un campesino puede convertirse en médico, el hijo de un minero puede convertirse en jefe de la mina, o el hijo de trabajadores agrícolas puede llegar a ser presidente de una gran nación”. Julius Nyerere estaba convencido de que “la educación no es una forma de escapar de la pobreza, sino de combatirla”. Edward Fiske considera que “sin escuelas, el futuro de la mayor parte de los países del África subsahariana está en el aire”. Y Graça Machel ha afirmado, más rotundamente, que la “decisión más importante que la humanidad podría tomar hoy es la de transformar la Declaración de los Derechos del Niño en una realidad universal”.


África, aun con el interés mostrado por organismos y organizaciones internacionales y a pesar de las campañas mundiales de sensibilización, continúa siendo, en cierta manera, particularmente lo relativo a educación, un misterio que resolver, un enigma que desentrañar al que se le ha concedido poco espacio y escaso tiempo en foros científicos y publicaciones especializadas del ramo de la pedagogía.


Así pues, parece conveniente tomarse un tiempo para la reflexión, abrir un espacio para el diálogo y la comunicación científica, proseguir con la ardua, pero necesaria tarea de continuar desentrañando lo que la educación en África ha sido, es y puede llegar a ser; también lo que aquélla ha hecho y puede hacer de ésta. ¿Qué papel desempeñaron los sistemas educativos durante la época colonial? ¿En qué medida contribuyeron a hacer del continente lo que a día de hoy es? ¿Qué pervive de los sistemas educativos metropolitanos? ¿Cuáles son las vías de financiación internacional para el desarrollo de la educación? ¿Qué papel desempeñan las familias en la socialización y educación de las jóvenes generaciones? ¿Dónde queda el derecho a una educación diferenciada de las minorías étnicas? ¿Cuáles son las contribuciones de las ONGs y qué papel desempeñan en la promoción del desarrollo por vía de la educación? ¿Qué efectos tiene la guerra en la infancia? ¿Cuáles son los retos, los límites y las posibilidades del continente africano en materia de educación? Tales son las cuestiones que han motivado el Simposio de Pedagogía Educación y desarrollo en África. Historia y actualidad, fruto de la acción conjunta de la Diputación de Palencia, la EUE de Palencia – Universidad de Valladolid, el GIR de la Universidad de Salamanca Helmantica Paideia, las revistas Foro de Educación e Historia de la Educación y el Seminario Ágora de Educación.

José Luis Hernández Huerta, Sonia Ortega Gaite, Judith Quintano Nieto, María Tejedor Mardomingo (Coordinadores del Simposio)

Palencia, 25 de marzo de 2013

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